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La reflexión acerca del tiempo constituye uno de los hilos conductores de la historia de la filosofía, y a lo largo de dicha historia su propio significado ha sufrido numerosas variaciones, generalmente relacionadas con las acaecidas en las cosmovisiones que se han sucedido a lo largo de la historia del pensamiento. La determinación de la naturaleza del tiempo (su estatus ontológico, sus propiedades, su relación con el espacio, su cognoscibilidad, etc.), es, sin duda, uno de los núcleos centrales de todo el pensamiento filosófico, e incluso se puede afirmar que toda la ontología clásica ha sido, en su propia esencia, una filosofía del tiempo. Por otra parte, en la medida en que la reflexión sobre el tiempo es también uno de los elementos fundamentales de la ciencia, la concepción que se tenga de él aparece como uno de los nexos básicos de unión entre el pensamiento filosófico y el científico.
Es fácil entender, por tanto, que se hace imposible proporcionar una definición que unifique tal sucesión de significados, de modo que lo que procede es una consideración de tipo histórico.
Contenido
El tiempo en la filosofía antigua
En la historia de la filosofía vemos aparecer ya la reflexión sobre la naturaleza del tiempo en sus mismos inicios entre los presocráticos. La filosofía presocrática puede seguirse como un proceso de consolidación del enfrentamiento entre naturaleza y lenguaje, entre lo que las cosas son por sí mismas y lo que las cosas son en tanto que dichas en un lenguaje que presenta problemas a causa de su convencionalidad. Si se tiene en cuenta que aquello que se problematiza, la naturaleza (φύσις, physis), no tiene un carácter estable sino que es visto como algo en constante cambio, se puede entender que el tiempo se presenta siempre como algo ligado a este devenir de los acontecimientos, y que el lenguaje lo que pretende es llegar a mencionarlo en su constante cambio. Los textos más representativos de esta concepción son seguramente los de Heráclito, cuando emplea en ellos, entre otras, esta denominación para su principio del devenir de todas las cosas (ver textos ). Pero ya el primer texto filosófico conservado de Anaximandro (ver texto) relaciona la pregunta por la totalidad de lo existente con el tiempo, que es el que -según este fragmento-, impone el orden, es decir, el que permite que exista el cosmos. De esta manera, ya desde los inicios de la filosofía, la pregunta por el sentido del mundo y del ser remite al tiempo. También podemos incluir a Parménides en este uso presocrático del tiempo, puesto que la eternidad de su ser no se concibe como un devenir infinito, sino precisamente como la ausencia de todo devenir, la ausencia, en definitiva, de tiempo.
Parménides, al declarar que «el ser no fue ni será, sino que es, a la vez, uno, continuo y entero», formula la primera noción de eternidad (ver texto ), mientras que otro eleata, Meliso de Samos, al declarar que el ser siempre es, siempre fue y siempre será, formula la noción de sempiternidad. En cualquier caso, el problema del ser se plantea conjuntamente con la cuestión del tiempo, lo que no es ajeno al uso de la noción de sustancia (ousía), entendida como presencia. Este planteamiento que vincula el ser al tiempo y, en especial, a la presencia, reaparece en Platón.
Para Platón el tiempo es una imagen móvil de la eternidad, imita la eternidad y se desarrolla en círculo (concepción cíclica del tiempo) según el número. Considera que el tiempo nace con el cielo, y el movimiento de los astros mide el tiempo. Así, lo que es, es una participación en el Ser según el tiempo (ver texto ). En la medida en que el conocimiento verdadero nos permite conocer las Ideas inmutables y eternas, la palabra que las designa es una representación de la eternidad en el tiempo. La concepción platónica, pues, hace depender no sólo el mundo físico del mundo de las ideas, sino que, coherentemente con esto, hace depender el tiempo de la eternidad. Al relegar Platón el tiempo del devenir de las cosas al despreciado plano de lo sensible, de lo no plenamente real, y al afirmar el carácter eterno del mundo ideal, con frecuencia se lo sitúa, a este respecto, en línea de continuidad con Parménides. Pero no debe olvidarse el carácter fundamental del paso dado por Platón en textos como el Timeo: el tiempo del devenir de lo sensible viene a ser algo así como el despliegue de la eternidad que caracteriza al mundo de las ideas. La eternidad deja de ser la mera negación de la temporalidad para convertirse en su fundamento: desde el punto de vista del mundo inmutable de las ideas, la eternidad constituye un tiempo ya dado en su totalidad, cuyo desarrollo da lugar a la apariencia sensible del tiempo.
Aristóteles, en sintonía con la globalidad de su programa filosófico, suprime la distinción entre la realidad y la apariencia del tiempo: no tiene sentido explicar la physis a través de algo que está más allá de ella. De ahí que la eternidad de la que habla Platón pase a corresponderse con el suceder del tiempo susceptible de percepción. Ahora bien, lo que da lugar a la percepción del tiempo es el movimiento, de modo que el tiempo no puede concebirse sino como algo consustancial al mismo (ver textos ). De esta manera, Aristóteles acomete el análisis del tiempo con muchas precauciones, y declara que es un tema harto difícil.
Para abordar la cuestión del tiempo, su naturaleza y estructura, Aristóteles lo vincula al movimiento, pero lo separa de éste, ya que un movimiento puede ser rápido o lento, mientras que esto no tiene sentido decirlo del tiempo, ya que la rapidez o lentitud lo son respecto de él. El tiempo, dice, es algo que pertenece al movimiento, es el número del movimiento según lo anterior-posterior.
El tiempo no es, pues, un movimiento, pero no existiría sin él, ya que solamente existe cuando el movimiento comporta un número. Ahora bien, el problema es si existiría el tiempo sin el alma ya que, si no existe nada que verifique la operación de numerar, nada habría susceptible de ser numerado y, por tanto, tampoco habría número ni tiempo. De esta manera, no puede haber tiempo sin el alma. De hecho, no sólo la posición aristotélica deja muchos interrogantes sin contestar, sino que, a veces, Aristóteles elude realmente enfrentarse a ellos. Así, por ejemplo, se pregunta si el tiempo debe colocarse entre los seres o entre los no-seres, y su respuesta es ambigua; a veces lo considera como una categoría, pero a veces lo considera como un pospredicamento; declara que es el número del movimiento, pero no depende sólo de éste, sino que depende también de un alma que numere, etc. Consciente de la dificultad del estudio del tiempo Aristóteles mismo plantea algunas de las principales aporías que esta noción engendra. Así, por ejemplo, estudia la noción de instante, al que declara, respecto del tiempo, análogo al punto respecto del espacio, es decir, el tiempo no se compone de instantes, de la misma manera que una línea no se compone de puntos, pero ambos conceptos expresan una noción de límite (ver texto ), en el cual se anulan las características propias del tiempo y del espacio (un instante no dura, como un punto no tiene extensión). Ambos, instante y punto, son, a la vez, unión y separación. Esta analogía entre el instante y el punto, así como la concepción del tiempo en función del movimiento, nos revela la íntima conexión entre el tiempo y el espacio. Por otra parte, al igual que la estructura del espacio (coexistencia), la estructura del tiempo (sucesión) es considerada continua por Aristóteles. De la misma manera, lo concibe como infinito (no en acto, sino en potencia) (ver texto). También plantea los problemas de las relaciones entre el pasado (que ya no es), el futuro (que todavía no es) y el presente que, en la medida en que continuamente está fluyendo y no puede detenerse en un instante que posea una duración, tampoco es propiamente. Así, la cuestión del tiempo nos remite a las paradojas de lo uno y lo múltiple, y de la identidad y la diferencia.
Con el aristotelismo nace una nueva concepción del tiempo, pues pasa de ser considerado un efecto de los acontecimientos (son estos los que lo delimitan) a ser el marco infinito previamente dado que los contiene y que podemos considerar, por tanto, que forma parte de la explicación que a priori puede darse de la physis, del movimiento. En definitiva, Aristóteles acaba por concebir el tiempo como el movimiento total e infinito, eterno, como marco en el que los acontecimientos particulares, finitos, pasan a poder ser concebidos como partes.
Dicha concepción aristotélica es la que está en la base de las dos grandes formas de interpretar el tiempo:
1) una lo enfoca desde una perspectiva física (el tiempo como medida del movimiento) y la otra,
2) desde una perspectiva psicológica (no habría tiempo sin un alma que midiera o, lo que es lo mismo, no habría propiamente tiempo sin conciencia).
Por su parte, los estoicos insistieron en el carácter cíclico del tiempo a partir de su concepción del gran año cósmico que culmina en la ecpirosis, para volver a recomenzar indefinidamente en un eterno retorno.
El cristianismo y el tiempo
Con la consolidación del cristianismo, la noción de tiempo experimenta un importante cambio, ya que esta religión niega la posibilidad de un tiempo cíclico. La pasión, muerte y resurrección de Jesucristo son hechos únicos, irrepetibles, y dan un sentido a la existencia humana. De esta manera el tiempo aparece como fundamentalmente lineal y orientado hacia el futuro, y el sentido de toda la historia aparece como un desplegamiento en el tiempo, que tiene su origen en la creación ex nihilo y que culminará en el juicio final, que es el final de los tiempos. La concepción cristiana del tiempo, en la medida en que está vinculada a la noción de la Creación y de la venida del Mesías, es fuertemente deudora de la concepción judía, pero, a su vez, en la medida en que el pensamiento cristiano se edificó sobre la filosofía griega, expresa esta tensión entre ambas concepciones del tiempo. En especial, se vincula a la concepción platónica interpretada religiosamente a través del neoplatonismo, pues el tiempo de los hombres (el de la historia), depende de la eternidad divina. Toda la historia de la humanidad no es más que el camino hacia la segunda venida de Cristo, y está jalonada por diversas etapas o edades del mundo. En líneas generales, pues, puede considerarse que la concepción cristiana del tiempo es resultado de una peculiar síntesis entre la concepción judía, la platónica y la aristotélica. En efecto, parece mantenerse la concepción de una eternidad constituyente del marco en el cual tienen cabida los acontecimientos de límites definibles en el tiempo, pero sin que ello impida que esa eternidad sea nuevamente apartada del mundo sensible para constituir un ámbito trascendente. Tendremos, por tanto, el tiempo del mundo terreno, creado, por un lado, y el tiempo de Dios, la eternidad, por otro. Llegar a concebir esta eternidad es cuestión de fe.
San Agustín, por ejemplo, dirá que puede encontrar la presencia de Dios en el alma y que, por tanto, el tiempo infinito puede llegar a captarse por el razonamiento, aunque en última instancia es la iluminación lo que revela el mundo trascendente. El planteamiento agustiniano se separa de la reflexión física del tiempo para centrarse en su aspecto psicológico y moral. Después de señalar que la noción de un tiempo «antes» de la Creación no tiene sentido, ya que sin la Creación no puede haber ningún «antes» -es decir, después de volver a insistir en que el tiempo sólo puede surgir junto con el cosmos-, plantea la cuestión desde una perspectiva moral (ver texto ).
Para él un tiempo cíclico es sinónimo de desesperación, solamente un modelo lineal y progresivo del tiempo puede fundamentar la esperanza, ya que tanto ésta como la fe se remiten a un futuro, y este no existiría si los tiempos pasados y venideros fuesen meras etapas de un ciclo. Aborda de nuevo la aporética de un tiempo que es un fue que ya no es, un ahora que no es, y un será que aún no es, lo que lo pone en contacto con el planteamiento aristotélico. Pero, según San Agustín, esta aporética desaparece cuando en lugar de querer entender el tiempo como algo externo, lo situamos en el alma. Entonces el tiempo es una distentio - intentio animi. Presente, pasado y futuro están en el alma como visión o atención, memoria y expectación o espera. El tiempo es una distentio animi en el pasado, el presente y el futuro, y una intentio hacia la eternidad, que es entendida como una presencia simultánea, completamente heterogénea al tiempo (ver texto). El tiempo no es, pues, el movimiento de ningún cuerpo, sino que lo concibe estrictamente de forma psicológica. El pasado existe ahora como imagen presente de hechos ya acontecidos, y el futuro existe como anticipación de hechos por venir. Así, solamente existe un tiempo presente, que es tiempo presente de cosas pasadas, tiempo presente del presente, y tiempo presente de cosas futuras. El tiempo mismo solamente existe como una tendencia a la nada, es decir, como algo que pasa: es la vida misma del alma.
Cabe también destacar lo que podemos identificar como un peculiar aprovechamiento que realiza el cristianismo de un tema típicamente aristotélico. Hemos dicho, en efecto, que para el filósofo griego el tiempo quedaba esencialmente ligado al movimiento. Como es sabido, a éste, a su vez, le es esencial la persecución de un fin. Parece, pues, bastante claro que esta explicación resulta de muy fácil adaptación a lo que nunca deja de ser una concepción escatológica del tiempo por parte del cristianismo.
La concepción intimista y psicológica del tiempo de San Agustín, semejante en muchos aspectos a la de Plotino (ver texto 1 y texto 2 ), consolida una de las dos tendencias que surgen a partir del análisis aristotélico: la del análisis psicológico del tiempo, relegando a un segundo plano el análisis físico. Durante la Edad Media se repitieron las concepciones anteriores, hasta que, con la invención y difusión del reloj mecánico, especialmente en el siglo XIV, se fue extendiendo una noción cada vez más laica del tiempo. Inicialmente el uso del reloj mecánico fue condenado por muchos teólogos, quienes veían en tal artilugio una máquina infernal que usurpaba un derecho divino: la medida del tiempo. De esta manera se empezó a oponer un tiempo eclesiástico (marcado por las fiestas religiosas y las «horas» de los rezos), al tiempo de los mercaderes (jornada laboral medida por los relojes). No obstante, la cronología generalmente aceptada seguía basándose en la Biblia, de forma que todavía en el siglo XVII el obispo Ussher fijó, en base a los datos bíblicos, la fecha de la creación en el año 4004 a.C.
El tiempo y la revolución científica
Con la revolución científica, especialmente a partir de Galileo, la noción de tiempo cambia drásticamente. Aparece la noción de un tiempo abstracto, concebido como un parámetro o una variable física que vale para todo movimiento, y no sólo para el uniforme, como lo había considerado Aristóteles. Galileo, al estudiar el problema de la velocidad instantánea de un cuerpo en movimiento, da un nuevo impulso en la comprensión de la noción de tiempo, a la vez que suscita los problemas que darán lugar a la aparición del cálculo infinitesimal. Entonces se empieza a desarrollar el otro camino de investigación que el mismo Aristóteles había apuntado.
Tiempo, espacio y materia serán los tres grandes conceptos de la física moderna clásica, es decir, del mecanicismo. Así, desvinculado de su relación con el alma, el análisis del tiempo se enfocó desde la perspectiva física. No obstante, se podía entender de dos maneras distintas: como una realidad absoluta o como una relación.
Estas dos maneras de enfocar el tiempo enfrentaron a Newton, que defendía un tiempo absoluto (y lo consideraba como sensorium Dei, y como una especie de continente vacío), y a Leibniz, quien lo consideraba como una relación (el orden universal de los cambios, el orden de sucesiones). Con Newton, el tiempo pierde definitivamente su carácter trascendente y deviene nuevamente una realidad, pero que posee ahora entidad por sí misma y no mantiene ya, por tanto, su esencial solidaridad con el movimiento ni con un fin, lo cual, por otro lado, no deja de ser la consecuencia de la culminación del paso de una visión teleológica del acontecer a una mecanicista. Su formulación más clara se halla en los Principios matemáticos de filosofía natural «El tiempo absoluto, verdadero y matemático, en sí y por su naturaleza, fluye igualmente sin relación con nada externo [...] El espacio absoluto, por su naturaleza, y sin relación con nada externo, permanece siempre semejante e inmóvil». El tiempo y el espacio, por tanto, no son, -según Newton-, un puro accidente de los cuerpos sino independientes de ellos, que están y se mueven en su seno. De este modo quedó definido para la dinámica un único sistema de referencia para el reposo y el movimiento pero que no está constituido por un cuerpo o conjunto de cuerpos de manera que los movimientos son relativos, pero el espacio y el tiempo no.
Contra esta concepción radicalmente realista del tiempo, Leibniz pretende recuperar un tiempo inseparable de las cosas al concebirlo sencillamente como relación entre cosas no simultáneas; como ordenación, podríamos decir, entre las mismas según relaciones de «antes» y «después». Dicha polémica quedó reflejada en la correspondencia entre Leibniz y Clarke, que actuaba como portavoz de Newton. No obstante, estas dos concepciones (la absolutista y la relacional) compartían la creencia en una serie de propiedades del tiempo, ya que ambas lo consideraban continuo, homogéneo, ilimitado, fluyente, único e isotrópico. Por ello, a pesar de lo importante, conceptualmente, que resultaba caracterizar al tiempo como realidad absoluta o como mera relación, a efectos prácticos, las dos concepciones eran igualmente deudoras de los principios fundamentales del mecanicismo, o mejor a la inversa, el mecanicismo era deudor de esta concepción del tiempo.
El tiempo en Kant y en el idealismo
Debe, sin embargo, reconocerse que el carácter absoluto del tiempo defendido por Newton es el dominante en la filosofía moderna, incluido Kant quien, no obstante, introduce una novedad que marcará una nueva inflexión en el modo de considerar la cuestión. En efecto, para Kant, al tiempo le sigue resultando esencial un carácter de absoluta independencia con respecto a las cosas que en él se localizan. Pero precisamente esto es lo que determina que su naturaleza haya de ser distinta de la de esas cosas. En definitiva, Kant considerará que del tiempo no se tiene constancia a partir de la percepción, sino precisamente a partir del hecho de que no puede pensarse la posibilidad de ninguna percepción si no es suponiendo que ésta se dé ya en el tiempo. Niega que sea un concepto empírico, ya que toda experiencia presupone el tiempo. Por otro lado, tampoco es una cosa.
Así, el tiempo es una representación necesaria que está en la base de todas nuestras intuiciones. Si le niega el carácter de cosa, con lo que se opone a cierta interpretación del pensamiento de Newton, también le niega el carácter de relación, ya que, en este caso, sería un concepto intelectual (con lo que se opone a Leibniz). Pero, a similitud de Newton, aparece como un marco vacío, y a semejanza de Leibniz, considera que el tiempo no posee realidad extramental como cosa en sí. Adoptando la terminología kantiana, el tiempo es una intuición pura o una forma a priori, trascendental de la sensibilidad, y constituye (junto con el espacio) la forma de toda percepción posible desde el punto de vista de la sensibilidad, así como la base intuitiva de las categorías. Es trascendentalmente ideal y empíricamente real, como condición de objetividad (ver texto 1 , texto 2 , texto 3 y texto 4).
Más importante aún es la concepción que desarrolla en la Analítica de los principios, ya que en la Estética trascendental se refería al orden de las percepciones, mientras que ahora se refiere al orden de los juicios. Para que estos sean posibles, el tiempo actúa bajo su función sintética, ya que todo juicio presupone una síntesis, y toda síntesis se fundamenta en las categorías, las cuales, a su vez, solamente pueden aplicarse a la experiencia mediante los esquemas, que dependen de la mediación del tiempo. En este sentido es fundamental la segunda analogía, o principio de la serie temporal según la causalidad. De nuevo el tiempo aparece en Kant como fundamento de la objetividad.
Si bien el idealismo no trata temáticamente la cuestión del tiempo podemos pensar que, en la medida que intenta una superación de la escisión entre sujeto y objeto, entre yo y naturaleza (llegando así, en palabras de Hegel, al Espíritu, a lo Absoluto, a un Yo que sería aconceptual), también desaparece la cuestión del tiempo como marco formal dado previamente a los acontecimientos o como devenir mismo, quedando eliminada, de este modo, la cuestión en la pura aconceptualidad del Yo. De hecho, para Hegel el tiempo es el devenir intuido, el principio mismo del Yo=Yo; es la pura autoconciencia (ver texto). El análisis hegeliano se vincula al aristotélico y destaca la inseparabilidad del espacio y el tiempo (ver texto), pero, en el conjunto de su concepción, el tiempo aparece solamente como el despliegue de la Idea, en sí misma intemporal, de forma que la temporalidad es solamente la epifanía de la Idea o del Espíritu.
El tiempo en la filosofía del siglo XX
Si bien la noción de tiempo juega un papel fundamental en el pensamiento de Kant, podemos destacar también el llamado «temporalismo» que marcó la filosofía del siglo pasado y que aportó una nueva manera de enfocar la temporalidad. De entre los pensadores que abordaron dicho problema subrayaremos aquí los nombres de Dilthey y Bergson. Éste último toma como punto de partida de su análisis la crítica a la consideración positivista acerca de los fenómenos psíquicos, y muestra cómo esta corriente, o bien prescinde de la noción de tiempo, o bien la reduce a una forma de espacio, ya que estudia los estados de conciencia como si de hechos exteriores se tratase, midiéndolos, por tanto, cuantitativamente y ordenándolos en una sucesión yuxtapuesta, al modo como se ordenan las cosas en el espacio. Frente a esta concepción, Bergson afirma que los fenómenos psíquicos tienen un carácter cualitativo (y por tanto no pueden ser mesurados cuantitativamente) y que cada intuición (cualidad) es irrepetible, irreversible y no puede ordenarse en una instancia reversible y homogénea en la que prima la yuxtaposición, pues se interpretan y se funden entre sí formando un fluir único, una continuidad inseparable (duración). De ahí, pues, que marque una clara diferencia entre el tiempo espacializado, que es el tiempo físico que contempla la ciencia y que Bergson califica de falsificado, y el tiempo auténtico, la duración de la vida interior de la conciencia, el puro movimiento en el que no pueden ser diferenciados los momentos como estados distintos (ver texto 1 , texto 2, texto 3, texto 4 y texto 5).
El tiempo de las ciencias y del «sentido común» es, pues, solamente una forma de espacio, un tiempo que no posee ninguno de los caracteres que la conciencia reconoce en la duración real. Así, el tiempo de la ciencia es siempre homogéneo, isotrópico y reversible (delante del signo t se puede poner un o un -, y la ecuación física sigue siendo la misma), mientras que el tiempo que capta la intuición es heterogéneo e irreversible, es pura novedad. En el auténtico tiempo, es decir, en la duración, no es ni tan solo posible distinguir estados distintos, ya que ello supone una yuxtaposición, lo que solamente es posible en el espacio (lo que, a su vez conduce a Bergson a criticar la concepción kantiana del número, y situar el fundamento de éste en el espacio más que en el tiempo; ver texto ). La concepción del mundo que nos brinda la ciencia es la propia de un entendimiento que tiende a considerar todo lo real desde un punto de vista estático, fijo, que detiene el auténtico movimiento, lo que conduce a las concepciones deterministas y, en última instancia, a la negación de la libertad. Bergson se enfrentó a las concepciones relativistas de Einstein, a las que consideró todavía deudoras de la concepción clásica del tiempo. De hecho Einstein afirmó la relatividad de la medida temporal, por lo que negó la posibilidad de una simultaneidad absoluta, pero siguió considerando el tiempo como orden de sucesión. Al considerar el tiempo como una magnitud física, y considerarlo desde la perspectiva de la física clásica, se le aparecía como una magnitud en sí misma reversible, por ello pudo afirmar que desde el punto de vista de la física el tiempo es «tan sólo una ilusión».
Con Dilthey también la problemática del tiempo ocupa un lugar central en la filosofía, aunque se trate, en este caso, de concebir el tiempo como historia. Su principal ocupación es la de establecer el fundamento y el método de las por él llamadas «ciencias del espíritu» (política, derecho, historia, arte, literatura,...) pues mientras considera que las ciencias de la naturaleza tienen, en efecto, ya desde Bacon, resuelto este aspecto, la realidad histórico-social ha sido malinterpretada y «mutilada» por los positivistas al pretender adaptarla para su análisis a los métodos de las ciencias de la naturaleza. Para Dilthey la vida es una realidad que no cabe escindir de la historia y que no puede ser interpretada desde categorías ajenas como «sustancia», «sujeto», etc. que sitúen los acontecimientos en el marco de una sucesión espacio-temporal, sino que es desde ella misma, en su fluir continuo, en su realización fáctico-histórica que debe interpretarse. Esto es: narrar los acontecimientos desde fuera supone introducir un tiempo implicado en la narración, pues el relato es un acto configurador que busca formas de tiempo estructuradas. Ahora bien, si es este el modelo que puede ser válido en las ciencias de la naturaleza, no debe disponerse de él para interpretar la realidad histórica, puesto que no capta el movimiento mismo sino que sólo tiene en cuenta los hechos individualmente, a los que con posterioridad introduce, como algo añadido para su exposición, la temporalidad. La concepción que Dilthey reclama de la vida como comprensible desde sí misma supone no sólo un alejamiento de la concepción del tiempo como marco desde el cual poder ordenar, analizar y explicar los hechos englobándolos en etapas históricas, sino que también implica postular un tiempo no dado a priori ni añadido a posteriori, un tiempo que emerge con la vida misma en su acontecer histórico, en su realización concreta.
También como reacción contra el positivismo, que, como se ha dicho, pretende reducir todas las ciencias al modelo de las ciencias de la naturaleza (leyes exactas), y como respuesta al historicismo, que, en su afán de reducirlo todo a la libre creación histórica corre el riesgo de desembocar en un relativismo extremo, surge la fenomenología de Husserl. Éste busca el fundamento absoluto de la filosofía en la conciencia. Para ello no cabe una «ciencia natural» de la conciencia (al modo de una psicología explicativa) sino una fenomenología de la conciencia, esto es: un análisis, una descripción de los fenómenos dados a la conciencia (las vivencias). Con este presupuesto defenderá, de manera parecida a la tesis bergsoniana, la distinción entre un tiempo físico y un tiempo fenomenológico.
Si bien el primero obedece a leyes naturales exactas (pudiendo, por tanto, situarse lineal y causalmente), y responde a la consideración de la naturaleza física como unidad espacio-temporal conforme el antes y el después de cada acontecimiento, el tiempo fenomenológico remarcará la unidad de las vivencias: la duración.
Se trata del tiempo interno de la conciencia, que no es otra cosa que la vivencia misma, su fluir continuado. El tiempo físico no marca el orden causal entre las vivencias pudiendo separarlas unas de otras cual si de instantes se tratara, sino que son las vivencias mismas la propia temporalidad, y manteniéndose inseparables entre sí forman el flujo de lo vivido (la duración real). La temporalidad no es algo ajeno a la consciencia sino que viene dado por ella.
En el marco de la filosofía contemporánea cabría destacar también la filosofía de Heidegger como expresamente dedicada a la cuestión de la temporalidad. Tal y como nos indica el título de la obra, por la que se le conoce como el «primer Heidegger», Ser y tiempo, éste pretende hallar la relación existente entre ambos, si bien se queda en el análisis de la relación que el ser-ahí mantiene con el tiempo. Distinguirá entre la concepción tradicional del tiempo (un marco ya dado previamente en el que los acontecimientos se suceden unos a otros, y que califica de comprensión vulgar del tiempo, pues en tanto que no se trata de una noción que surge de la existencia misma no tiene valor ontológico) y la temporalidad que tiene validez como criterio ontológico, pues lejos de concebirse como preexistente surge de la propia estructura del ser-ahí, en la que no cabe diferenciar un antes, un ahora y un después (presente, pasado y futuro).
Se trata de tener en cuenta el carácter de un siempre haber ya sido del que el ser-ahí debe hacerse cargo, así como la remisión de su existencia a unas posibilidades de ser de las que la más propia es la muerte. Y al ser la muerte la posibilidad más propia de la existencia, al quedar ésta relegada a algo fuera de sí, denominará cada momento referencial del ser-ahí (presente, pasado y futuro) como «éxtasis» (ver texto 1, texto 2 y texto 3 ).
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