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La espera del retorno de Cristo como juez de vivos y muertos forma parte del credo cristiano. Todo hombre comparecerá ante él para dar cuenta de sus actos. El tema no es excepcional en la historia de las religiones: Egipto y Grecia conocían también un “juicio de los muertos”. Pero la forma como el Nuevo Testamento concibe este juicio realizado por Cristo el último día no se entiende sino en función de la evolución anterior. En el Antiguo Testamento, la fe en el juicio de Dios es un dato fundamental que nunca se pone en duda. Yahvé tiene el gobierno del mundo y particularmente de los hombres. Por otra parte, la experiencia histórica aporta a los creyentes ejemplos concretos de este juicio divino al que están sometidos todos los hombres y todos los pueblos como, por ejemplo, en el momento del éxodo en que Dios castigó al opresor. En el judaísmo contemporáneo de Jesús, la expectación del juicio de Dios, en el sentido escatológico, era un hecho general, aun cuando su representación concreta no era uniforme. Así, en los Sinópticos, la predicación de Jesús hace referencia a que todos los hombres habrán de rendir cuentas en el juicio del último día. El hombre será juzgado con la misma medida que haya aplicado a su prójimo. Sin embargo, hay un crimen que reclama más que ningún otro el juicio divino: el proceso y la condenación a muerte de Jesús. El Evangelio de Juan entiende el juicio no tanto como una sentencia divina sino como una revelación del secreto de los corazones humanos: Jesús no ha sido enviado a juzgar al mundo sino que viene, por el contrario, a salvarlo. En la predicación apostólica, el anuncio del juicio es una invitación a la conversión: con Jesús se revela la justicia de Dios que no es la que castiga sino la que justifica y salva. Bajo la antigua ley, el ministerio de Moisés era un ministerio de condenación pero el de los servidores del Evangelio es un ministerio de gracia y de reconciliación. El amor de Dios se ha manifestado en Cristo y la amenaza del juicio no pesa para los creyentes.