Filósofo, científico, matemático, jurista, historiador, diplomático y teólogo alemán, nacido en Leipzig, uno de los más importantes representantes del racionalismo junto con Descartes y Spinoza.
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Biografía
Dotado de una inteligencia extraordinaria y precoz, a los ocho años aprende latín y poco después griego. Estudia filosofía en Leipzig, matemáticas en Jena y derecho en Altdorf, donde se doctora en 1666 con la tesis Sobre casos enigmáticos en derecho. El mismo año se afilia a la sociedad de los Rosacruz, publica De arte combinatoria, su primer escrito importante, en el que proyecta una characteristica universalis, verdadero precedente de la lógica matemática moderna, y en 1668 se introduce, tras conocer al barón Johann Christian von Boineburg, en la corte del Elector de Maguncia, a quien llega a representar por toda Europa.
De 1672 a 1676 reside en París, donde desempeña una misión diplomática en la corte de Luis XIV orientada a evitar la guerra con Holanda, en la que fracasa. Conoce, no obstante, en esta época a Arnauld y Malebranche, filósofos cartesianos, y al científico Christian Huygens. En Londres, a donde se desplaza en 1673, es nombrado miembro de la Royal Society y trata a científicos como Oldenburg y Boyle. En 1676, entra al servicio del duque Juan Federico de Hannover, como consejero áulico, historiógrafo y bibliotecario; regresa de nuevo a Londres, donde traba conocimiento con otros grandes personajes, aunque no con Newton, y viaja después a La Haya, donde conoce a Spinoza y tiene ocasión de leer su Ética. Se establece definitivamente en Hannover, aunque sus cargos como historiador de la familia del elector le obligarán, de 1687 a 1690, a efectuar viajes por Alemania, Austria e Italia; en uno de estos viajes rechaza la oferta de ser nombrado director de la Biblioteca Vaticana. En 1682 funda la revista «Acta eruditorum»; descubre el cálculo infinitesimal, independientemente del método de Newton, y lo publica en 1684; promueve la fundación de la Academia de Ciencias de Berlín, de la que en 1700 es nombrado presidente vitalicio; ejerce como consejero privado de Federico I de Prusia y, posteriormente, de Pedro el Grande de Rusia; en 1713 es nombrado consejero áulico en Viena. Cuando en 1714, el duque de Hannover, Jorge Luis, es proclamado rey de Inglaterra, con el nombre de Jorge I, y Leibniz ambiciona ser consejero del rey, el rechazo real se convierte en un rechazo general por parte de poderosos, electores, académicos y amigos. Este mismo año muere la princesa Sofía, su protectora y amiga. Pasa sus últimos años envuelto en discusiones (iniciadas en 1713) con la Royal Society sobre la paternidad y prioridad del cálculo infinitesimal, en polémica correspondencia epistolar con Clarke (a partir del 1715; ver la polémica Leibniz/Clarke), y muere, a los 70 años de edad, olvidado de todos. A su funeral sólo asiste su secretario Eckhart.
La mayoría de obras de Leibniz, que publica en revistas de la época, son breves y de temática ocasional; su elaboración no exigía, pues, demasiado tiempo, del que Leibniz no dispuso en medio de tantos viajes y ocupaciones. Añádase la considerable cantidad de cartas cruzadas con los personajes notables de su época: Arnauld, Bernouilli, Bossuet y Clarke, en especial. Su obra filosófica, redactada en latín o en francés, consta sobre todo de: Discurso de metafísica (escrito en 1686, pero publicado en 1846), Nuevo sistema de la naturaleza (1695), Ensayos de Teodicea sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal (1710), Principios de la naturaleza y de la gracia (1714) y Monadología (1714), resumen de su sistema en 90 proposiciones. La correspondencia Leibniz-Clarke se publicó al año de su muerte (1717), así como los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (1765),escritos (ya en 1703) y no publicados por pensar que ya no tenían interés al haber fallecido Locke (1704), de cuyo Ensayos sobre el entendimiento humano eran una crítica.
La filosofía de Leibniz
En la filosofía de Leibniz se refleja la influencia de los grandes contemporáneos, Descartes, Spinoza, Huygens, de los avances crecientes de la ciencia moderna y hasta de las matemáticas, a cuyo desarrollo contribuye positivamente. Cree, no obstante, en una philosophia perennis (expresión suya), representada por la pervivencia de los grandes temas de la filosofía sobre todo antigua y medieval, y ve amenazados algunos supuestos cardinales de este pensamiento, como son la visión teleológica del universo, comprometida por el mecanicismo creciente, y la idea de sustancia, base del concepto de realidad, debilitada justamente por la postura de Descartes o las ideas atomistas de la física corpuscular. Los átomos no se compaginan con el finalismo del universo y la sustancia extensa de Descartes -entidad meramente matemática, carente de fuerza y energía-, quien asume también el mecanicismo, no hace sino crear problemas y dificultades a la relación mente y cuerpo.
1. La sustancia
La realidad no es ni una cosa ni otra; todo lo extenso es divisible y la extensión no es más que un concepto útil, pero no último (phaenomenon bene fundatum: un fenómeno bien fundado); la misma noción de átomo extenso es contradictoria. Ambas nociones no pueden aplicarse más que a fenómenos. La realidad -a ello le lleva la importancia cada día mayor del concepto de «fuerza», o energía, y hasta el haber descubierto un «error» en las teorías de Descartes (ver texto)- es algo metafísico, del que todo lo demás, como por ejemplo, la extensión, el movimiento, la inercia, la resistencia, la impenetrabilidad, la cohesión o cualquier actividad de los cuerpos es manifestación fenoménica. Esta realidad última no puede ser sino inespacial, simple, indivisible, no material y una, puesto que lo que es ha de ser propiamente uno; es «fuerza», energía: la sustancia es principio de fuerza, y aun fuerza capaz de desarrollarse según la plenitud de potencialidad inherente a la propia naturaleza (como la entelequia de Aristóteles). Una concepción de la sustancia que no está muy lejos de la idea de «forma sustancial» de Aristóteles, que él mismo pretende rehabilitar.
Estos centros de fuerza o energía, que llama «mónadas», son infinitos en número, y cada uno de ellos es un individuo, distinto, independiente de cualquier otro e indestructible -como el concepto tradicional de «alma», cuyo lugar ocupa- y teleológicamente orientado, que tiene la capacidad de reflejar en sí, como en un espejo, todo el universo (ver cita). Este conjunto de reflejos del universo está constituido por las percepciones propias de cada mónada, a las que se añade la apercepción, o conciencia, de la propia actividad en aquellas mónadas que se consideran conscientes (ver texto).
La actividad que despliegan las mónadas no se explica por el principio de causalidad, sino por el de finalidad: su fuerza está en su tendencia a actuar, en su apetito, o apetencia; en su mundo hay finalidad y no mecanicismo: es un mundo, por tanto, psíquico (panpsiquismo). La unidad que les es propia es causa también de su independencia: no pueden comunicarse entre sí, puesto que son sujetos con una actividad sólo inmanente; por esto, dice Leibniz metafóricamente, «las mónadas carecen de ventanas», por las que algo pueda entrar o salir. Así pretende solucionar la cuestión pendiente en el racionalismo de la interacción de las sustancias entre sí. No aceptando el dualismo de Descartes ni el ocasionalismo de Malebranche, se decide por una armonía preestablecida por Dios al crear el universo, que pone en marcha todas las sustancias y sus cambios para que armonicen entre sí percepciones y apercepciones.
Definida la sustancia como inextensa, los cuerpos son, sin embargo, extensos en cuanto son manifestaciones de las mónadas: «fenómenos bien fundados». Son fenómenos porque no son seres verdaderos; no son verdadero ser, porque sólo lo es la sustancia, aunque no son meras apariencias, porque a éstas nada corresponde en la realidad, mientras que a los fenómenos bien fundados les corresponde ser manifestación de la sustancia. Es posible coordinarlos entre sí mediante las leyes generales de los cuerpos, o de la naturaleza. Espacio y tiempo son, en cambio, meras relaciones entre fenómenos.
Lo que existe es, pues, o sustancia o fenómeno; mónadas, unas e indivisibles, o compuestos y agregados extensos.
2. El conocimiento humano
Aparte del mecanicismo, Leibniz critica el empirismo. En Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, expone su teoría de las ideas innatas, que resulta una doctrina intermedia entre el empirismo de Locke y el innatismo de Descartes. Contra el empirismo de Locke sostiene que la mente no es una tabula rasa, pero contra Descartes sostiene que las ideas sólo son virtualmente innatas.
No es necesaria la experiencia para la aparición de las ideas en la mente: el espíritu humano posee la capacidad de «tomar de sí mismo las verdades necesarias», si bien la experiencia es la ocasión que los suscita. El conocimiento, o las verdades pueden ser necesarias o contingentes: verdades de razón o verdades de hecho. Aquéllas son innatas, mientras que éstas se establecen a partir de la experiencia. Aquéllas se fundan en el principio de no contradicción, o de identidad; éstas en el principio de razón suficiente. Las primeras se refieren a las esencias de las cosas, cuyas propiedades establecen entre sí relaciones necesarias en el mundo de la posibilidad; las segundas se refieren a los hechos, esto es, a la existencia actual de las cosas en el tiempo.
El «innatismo virtual» consiste en afirmar que las ideas innatas no se hallan en acto, esto es, pensadas y conscientes, en la mente, sino que están presentes en ella sólo como está presente un hábito o una disposición:«nada hay en el entendimiento que antes no haya estado en los sentidos, a excepción del mismo entendimiento» (ver texto). Lo innato, además, son las verdades (conocimiento potencial o virtual), pero no los pensamientos o los conceptos acerca de estas verdades (conocimiento actual; ver texto).
Conocer es, en definitiva, tener conciencia de verdades de razón acerca de las ideas y de verdades de hecho acerca de las cosas. El conocimiento sensible y el inteligible, sin embargo, no difieren por su origen, como si éste surgiera del alma y aquél de los sentidos: los sentidos sólo son la ocasión de que las ideas (innatas) que se hallan potencialmente en él lleguen a ser conocidas de un modo actual. Pero ni siquiera el conocimiento sensible puede propiamente decirse que proviene «del exterior»; supuesta la noción que Leibniz tiene de las sustancias -o de las mónadas-, que no pueden actuar unas sobre otras, y del alma, que expresa todo el universo, ha de afirmar (como hace, por lo demás en Discurso de metafísica, aunque no en los Nuevos ensayos) que todas las ideas, incluidas las que proceden de la sensación, de alguna manera están «ya en la mente» (ver texto). La distinción de conocimiento no es, pues, de origen, sino de naturaleza: uno es acerca de lo necesario; el otro, acerca de lo contingente.
3. El mundo y Dios
La manera como concibe Leibniz la sustancia -infinitas mónadas individuales que en su percepción y apercepción reflejan el universo- implica que el mundo es la manifestación aparente, o fenoménica, de una realidad última que son las mónadas. El mundo es, a los ojos de la razón y en sentido inverso a lo que parece ser, el resultado final de los infinitos reflejos de las mónadas; su coherencia, conexión y constancia, incluido el determinismo físico, objeto de estudio de las ciencias de la naturaleza, no es sino de orden fenoménico.
En realidad el orden del mundo se debe a la armonía preestablecida por Dios entre todas las mónadas en el momento de su creación. De entre todas las posibilidades de que es capaz la actividad de una sustancia, Dios ha escogido y predeterminado aquellas que mejor reflejan su idea de mundo posible, concebido según exige el principio de razón suficiente, esto es, de lo mejor. Las sustancias desarrollan, en una total espontaneidad, su propia actividad dentro de una armonía total con todas las demás. El mundo fenoménico, como contingente que es, podría haber sido distinto; por qué existe éste y no otro es cuestión que sólo puede responderse diciendo que, si tuvo que haberlo elegido el ser supremo, debió elegirlo como el mejor de entre los muchos posibles.
Este optimismo leibniciano -el mundo mejor de entre todos los posibles-, objeto de crítica en Cándido, de Voltaire, supone un mundo no perfecto en todas sus partes, pero sí armonioso como conjunto que mejor realiza el máximo de sus posibilidades. Como finito que es (mal metafísico), incluye la presencia del mal físico y del mal moral; lo finito, aun siendo lo mejor, incluye el mal. De estos supuestos nace la Teodicea, que consiste, precisamente, en una justificación de Dios pese a la existencia del mal en el mundo (ver texto).
Bibliografía
Del autor
- Leibniz, Gottfried Wilhelm, Discurso de metafísica. Revista de Occidente, Madrid, 1952.
- Leibniz, Gottfried Wilhelm, La polémica Leibniz-Clarke. Taurus, Madrid, 1980.
- Leibniz, Gottfried Wilhelm, Leibniz Sämtliche Schriften und Briefe. Akademische Verlag, Darmstad.
- Leibniz, G. W., Leibniz. Opuscles philosophiques choisis. Vrin, París, 2001.
- Leibniz, Gottfried Wilhelm, Monadología. Aguilar, Madrid, 1968.
- Leibniz, Gottfried Wilhelm, Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano. Alianza, Madrid, 1992.
- Leibniz, Gottfried Wilhelm, Sistema nuevo de la naturaleza. Aguilar, Madrid, 1969.
Relaciones geográficas