(del griego μονάς, monás, solitario, único, unidad)
Los pitagóricos usaban este término para designar la unidad aritmética o πρώτη μονάς, primera unidad o unidad fundante de la que proceden todos los números. En cuanto que éstos eran entendidos a la vez como constitutivos de todo ser real, la mónada era entendida en el sentido del ἀρχή o principio. De esta manera la μονάς entendida como πρώτη μονάς pasó a ser considerada por los neoplatónicos como lo Uno, no como unidad aritmética, sino como fundamento de todo número y de toda unidad. De ahí que este término fuese desprendiéndose de su primitivo significado y fuese adquiriendo el de unidad inextensa y espiritual. También Platón había llamado mónadas a las ideas, en el sentido de unidades inteligibles y, posteriormente, para algunos neoplatónicos cristianos, como Domingo Gundisalvo o Teodorico de Chartres, este término adquirió connotaciones trascendentes, y designaba a Dios o unidad esencial y última. De esta manera la mónada o la unidad, como decía Plotino, no es propiamente un número, sino solamente fundamento de toda unidad. De hecho, en un sentido completamente distinto, Aristóteles también había destacado que la unidad no es propiamente un número sino que, en sentido estricto, el primer número es la díada (ver texto ), aunque, no obstante, criticó la concepción platónico-pitagórica de los números (ver texto).
A partir del Renacimiento la noción de mónada empezó a ocupar nuevamente un lugar central. Así, Nicolás de Cusa elaboró una teoría monadológica en la que afirmaba que, de la misma manera que la unidad existe en la pluralidad, también la pluralidad existe en la mónada. Esta tesis («todo está en todo») que él remitía a la antigua filosofía de Anaxágoras, le permitía sustentar la correspondencia entre el macrocosmos y el microcosmos, ya que el universo en su totalidad se refleja en cada unidad o mónada, tesis que también había defendido Al Kindi. También Giordano Bruno, basándose en una revitalización del atomismo antiguo, defendió una monadología panteísta según la cual el universo está formado por mónadas o átomos animados que existen en comunidad con Dios, que es la mónada de todas las mónadas (monas monadum). Estas mónadas de las que hablaba Bruno son los mínimos substanciales, es decir, las unidades indivisibles (átomos) que constituyen todas las cosas, las considera vivientes y animadas (atomismo vitalista) y base de su matemática mágica.
En el contexto del mecanicismo cartesiano del siglo XVII, guiado por su marcado dualismo entre res cogitans y res extensa que provocó el debatido problema de la relación de las sustancias, resurgió la concepción monadológica como reacción por parte del filósofo inglés Henry More (1614-1687) quien, en su Enchiridion metaphysicum, elaboró la noción de una mónada espiritual inextensa como base de los cuerpos físicos. De esta manera, se oponía tanto a los que negaban la existencia del espíritu, como a aquellos que afirmaban que éste se halla en cada parte del cuerpo. En lugar de esto sostuvo que solamente existen mónadas o átomos espirituales.
No obstante, la monadología verdaderamente importante fue la que desarrolló Leibniz, también con el propósito de superar el dualismo psico-físico (ver mente/cuerpo, relación) cartesiano y explicar el carácter dinámico de lo real, lo cual, considerando la materia como extensión, según él, no es posible. En el contexto de la explicación de los fenómenos de la naturaleza juega un papel primordial el nuevo concepto físico de inercia pero, en contra del cartesianismo, Leibniz sostenía que dicho principio no puede ser explicado recurriendo a la mera extensión, sino que requiere el concepto de fuerza. Además, la misma noción de extensión supone su divisibilidad, y lo que es divisible supone que está constituido por partes, reales o potenciales. Pero, si estas partes son susceptibles de ser divididas, esto nos conduciría a una regresión infinita, a menos que llegásemos a partes indivisibles.
Ahora bien, por definición, lo que es indivisible es inextenso. De esta manera concibe Leibniz las mónadas: unidades indivisibles e inextensas. Pero si la materia se caracteriza por la extensión, y las mónadas son inextensas, entonces, las mónadas son también inmateriales, lo que en el contexto de la filosofía del siglo XVIII significaba lo mismo que afirmar su carácter espiritual: las mónadas leibnizianas son puntos de fuerza espirituales. Pero, si bien el análisis de la noción de extensión suponía llegar a la paradoja de una constitución de partes cada una de las cuales era divisible o, para superarla, a la afirmación de las mónadas inextensas, por otra parte, analizando este mismo concepto de extensión, se ve que supone los conceptos de pluralidad, coexistencia y continuidad, ninguno de los cuales, en cambio, implica el concepto de extensión. De forma que el concepto de extensión puede explicarse a partir de las mónadas inextensas, del espacio y del tiempo, los cuales, a su vez, pueden explicarse como orden de coexistencia y orden de sucesión. De esta manera Leibniz no elimina la extensión, pero sí que elimina su sustancialidad. En virtud del principio de los indiscernibles cada mónada es completamente distinta de otra, y es como un punto de fuerza que produce los fenómenos. Por tanto, toda la naturaleza, que está dotada de esta fuerza, es como si estuviera dotada de vida (tesis próxima al hilozoísmo). Así, Leibniz reinterpreta la física estática cartesiana y la dinamiza a través de esta concepción de fuerza que se opone a la mera extensión geométrica de Descartes. Las mónadas son las substancia simples, sin partes, verdaderos átomos inextensos que forman el universo, no pueden comunicarse entre sí (no tienen «ventanas» abiertas al exterior que permitan una mutua interacción), sustancias o principios activos que reflejan el todo, y están ordenadas por la ley de la armonía preestablecida que gobierna sus interacciones. De esta manera, Leibniz puede combinar la idea de que lo real se reduce a elementos últimos indivisibles (átomos), pero dotados de fuerza por sí mismos (ver texto de la Monadología ).
En su etapa precrítica, Kant, a partir de la influencia recibida por Martin Knutzen, utiliza el concepto de mónada, y en su Monadología física elabora la noción de mónada física que intenta una conciliación entre la física de Newton y la metafísica de Leibniz. Dichas mónadas físicas, caracterizadas por la antitipia o impenetrabilidad, y la elasticidad, las concibe como los componentes y constituyentes primordiales del espacio absoluto newtoniano. Durante el siglo XIX, algunos autores como Goethe o Herbart retoman la concepción monadológica. Posteriormente, Renouvier, en su Nueva monadología, las considera como las «sustancias simples» que componen los datos de la experiencia, y Lotze las caracteriza como las unidades espirituales de conciencia constitutivas de la realidad última del universo. En el siglo XX la monadología es retomada por Husserl, para quien las mónadas son expresión de las relaciones intersubjetivas de los egos, y Whitehead, para quien designan los eventos temporales de la mente.
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