Doctrina que afirma que todo el cosmos está sometido a un ciclo de repetición eterna. La concepción del gran año está basada en la observación de los fenómenos cíclicos, como el sucederse de las estaciones, el ciclo diario que se repite (mañana, mediodía, tarde, noche, mañana, etc.), los ciclos lunares, etc., y sostiene que los astros vuelven periódicamente a ocupar las posiciones que han ocupado en un tiempo anterior y que, en la exacta repetición de sus posiciones, reaparece un ciclo que repite el anterior. De la misma manera que un ciclo solar (anual) está formado por ciclos lunares (más o menos mensual), que a su vez está formado por ciclos diarios, los defensores de esta doctrina afirmaban que existía un ciclo de ciclos, más general, al que denominaban gran año cósmico. Dicha creencia estaba muy arraigada en el mundo antiguo, en el que, junto a la concepción de un tiempo sagrado (ver texto ), predominaba una concepción cíclica del tiempo. Esta concepción la hallamos tanto en el hinduismo y en la teoría de los kalpas o ciclos cósmicos budistas, como entre los órficos y entre los presocráticos. De entre éstos, la sostuvieron Anaximandro (ver cita), los pitagóricos, Empédocles, Heráclito y su doctrina de la conflagración por el fuego, de la que partió la ecpírosis de los estoicos, y es mencionada por Platón en el Timeo (ver cita), para quien el universo es un ser periódico que, por tanto, está bien representado por la figura esférica, de la misma manera que el tiempo es la imagen móvil de la eternidad (ver texto ). Existían muy diversas estimaciones de la duración de un gran año cósmico, una de las más conocidas era de 10.800 años, aunque diferían entre las diversas escuelas. Algunos filósofos árabes, como al-Kindi, Avicena y Averroes defendieron tesis semejantes. La filosofía cristiana no aceptaba la tesis del gran año, ya que sustentaba una concepción lineal de la historia, en la que sería impensable una nueva repetición de la encarnación, pasión, muerte y resurrección de Cristo. No obstante, algunos autores que bordearon el panteísmo sustentaron tesis semejantes, como la doctrina de Orígenes sobre la apocatástasis. En cierta forma, también se emparenta con algunas filosofías de la historia, como la sustentada por Joaquín de Fiore en su Evangelio eterno, o en la concepción cíclica de la historia defendida por Spengler, que concebía el desarrollo de las culturas y civilizaciones al modo del desarrollo de seres orgánicos con sus ciclos de nacimiento, crecimiento, plenitud, decaimiento y senectud.
En la época moderna reaparece con la doctrina del eterno retorno de Nietzsche. Aunque en los textos conocidos como La voluntad de poder, Nietzsche formula esta doctrina como si se tratase de una doctrina cosmológica (al suponer que el número de átomos y la cantidad de energía que forman el mundo son finitos y, al ser el tiempo infinito, sólo son posibles un número determinado de combinaciones, por lo que el estado actual debe repetirse infinitas veces, ver texto), ha de entenderse más bien como doctrina moral: es el sí trágico y dionisíaco a la vida pronunciado por el propio mundo, y unido a la noción del amor fati (ver textos).
Gilles Deleuze ha afirmado que la noción del eterno retorno es la base sobre la que Nietzsche puede realizar la inversión del platonismo (ver texto 1 y texto 2).