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(del latín aeternitas, eternidad)

La permanencia en el ser de una cosa, sin comienzo y sin fin. La duración infinita en sentido estricto compete a Dios, de quien el cristianismo, ya según los mismos textos de la Biblia, la considera un atributo esencial, y/o a la materia (en un sentido menos definido), tal como sostienen los sistemas filosóficos denominados, en principio, materialistas. El concepto clásico de eternidad se debe a Boecio, quien lo aplica estrictamente a Dios (ver cita). Aparte del concepto vago como duración indefinida, así como del concepto propiamente religioso como duración real sin comienzo ni fin, la eternidad se entiende también como el carácter propio de aquellas cosas que se hallan fuera del tiempo porque se las considera trascendentes y atemporales. Así, de forma paradigmática, las ideas de Platón, una de cuyas características esenciales es la eternidad, esto es, la inmutabilidad en su lugar «hiperuranio», o la atemporalidad, porque existen trascendiendo el tiempo. Esta trascendencia es una dificultad a la hora de relacionar las ideas con la cosas, y por esta razón el demiurgo ha de crear previamente el tiempo, «imagen móvil de la eternidad».

Para Aristóteles, el mundo es eterno, aunque no inmutable; son inmutables los cuerpos celestes, menos en cuanto poseen movimiento circular uniforme, mientras que los seres que no están sometidos al cambio, los motores de los astros y el primer motor, son inmutables y eternos.

El neoplatonismo reintroduce la noción platónica de eternidad entendida como atemporalidad, al insistir en el Uno, que es indivisible, inmutable y eterno, como el ser de Parménides o las ideas de Platón. En realidad, tanto la duración real infinita como la atemporalidad, son dos características de la eternidad que están presentes en la definición que Boecio transmite al occidente cristiano (ver cita).

La eternidad de Dios en los dos sentidos boecianos, plenamente admitida por la filosofía escolástica, no se compagina adecuadamente con algunas ideas filosóficas. Uno de los problemas planteados en Occidente por el averroísmo latino es el de la conciliación entre la eternidad del mundo, afirmada por Aristóteles, y la creación del mundo afirmada por la revelación cristiana. Tomás de Aquino sostuvo la tesis de que no repugna a la razón que el mundo sea eterno, si bien es una verdad revelada que no lo es. Posteriores discusiones teológicas sobre el conocimiento que Dios pueda tener de los llamados futuros contingentes y de los futuribles, y sobre cómo pueda prever las acciones libres, ponen igualmente de manifiesto las dificultades conceptuales que lleva consigo la noción de eternidad.

En la actualidad, hay filósofos que han puesto de manifiesto el carácter inconciliable de la atemporalidad con la omnisciencia divina y con la acción de Dios en el tiempo, tal como exige el concepto de historia de la salvación. Si Dios es omnisciente, conoce todos los enunciados verdaderos; pero hay enunciados cuya verdad varía con el tiempo (los que contienen términos indexicales o deícticos: «hoy llueve»). Por tanto, si Dios es omnisciente, varía con el tiempo. Otros sostienen que la omnisciencia es incompatible con la inmutabilidad, y otros, en fin, sostienen explícitamente que «un Dios redentor no puede ser eterno, porque un Dios redentor es un Dios que cambia», refiriéndose al hecho temporal de la Encarnación (ver texto ).

En el sentido cristiano, la eternidad de Dios es plenitud de ser por antonomasia. Conforme a su esencia, hay que entenderla como duración del todo carente de sucesión, presencia que siempre se posee absolutamente a sí misma. En la creación, la eternidad de Dios no se muestra como pura negación del tiempo, sino como soberanía sobre el tiempo. Así entendido, el tiempo es el ámbito dentro del cual ocurre la comunicación de la eternidad de Dios, de su plenitud de ser, al hombre temporal cuando éste asume la naturaleza humana.


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