Como el espacio, el Tiempo no es, para el hombre religioso, homogéneo ni continuo. Existen los intervalos de Tiempo sagrado, el tiempo de las fiestas (en su mayoría fiestas periódicas); existe, por otra parte, el Tiempo profano, la duración temporal ordinaria en que se inscriben los actos despojados de significación religiosa. Entre estas dos clases de Tiempo hay, bien entendido, una solución de continuidad; pero, por medio de ritos, el hombre religioso puede «pasar» sin peligro de la duración temporal ordinaria al Tiempo sagrado.
Una diferencia esencial entre estas dos clases de Tiempo nos sorprende ante todo: el Tiempo sagrado es, por su propia naturaleza, reversible, en el sentido de que es propiamente hablando, un Tiempo mítico primordial hecho presente. Toda fiesta religiosa, todo Tiempo litúrgico, consiste en una actualización de un acontecimiento sagrado que tuvo lugar en un pasado mítico, «al comienzo» Participar religiosamente en una fiesta implica el salir de la duración temporal «ordinaria» para reintegrar el Tiempo mítico reactualizado por la fiesta misma. El Tiempo sagrado es, por consiguiente, indefinidamente recuperable, indefinidamente repetible. Desde un cierto punto de vista, podría decirse de él que no «transcurre», que no constituye una «duración» irreversible. Es un Tiempo ontológico por excelencia, «parmenídeo»: siempre igual a sí mismo, no cambia ni se agota. En cada fiesta periódica se reencuentra el mismo Tiempo sagrado, el mismo que se había manifestado en la fiesta del año precedente o en la fiesta de hace un siglo: es el Tiempo creado y santificado por los dioses a raíz de sus gesta, que se reactualizan precisamente por la fiesta. En otros términos: se reencuentra en la fiesta Ia primera aparición del Tiempo sagrado. Pues ese Tiempo sagrado en que se desarrolla la fiesta no existía antes de los gesta divinos conmemorados por ella. Al crear las diferentes realidades que constituyen hoy día el Mundo, los dioses fundaban asimismo el Tiempo sagrado, ya que el Tiempo contemporáneo de una creación quedaba necesariamente santificado por la presencia y la actividad divina.
El hombre religioso vive así en dos clases de Tiempo, de las cuales la más importante, el Tiempo sagrado, se presenta bajo el aspecto paradójico de un Tiempo circular, reversible y recuperable, como una especie de eterno presente mítico que se reintegra periódicamente mediante el artificio de los ritos Este comportamiento con respecto al Tiempo basta para distinguir al hombre religioso del no-religioso: el primero se niega a vivir tan sólo en lo que en términos modernos se llama el «presente histórico»; se esfuerza por incorporarse a un Tiempo sagrado que, en ciertos aspectos, puede equipararse con la «Eternidad».
Sería más difícil precisar en pocas palabras lo que es el Tiempo para el hombre no-religioso de las sociedades modernas. No pretendemos hablar de las filosofías modernas del Tiempo ni de conceptos que la ciencia contemporánea utiliza para sus propias investigaciones. Nuestra meta no es la de comparar sistemas o filosofías, sino comportamientos existenciales. Ahora bien: lo que se puede comprobar con relación a un hombre no-religioso es que también conoce una cierta discontinuidad y heterogeneidad del Tiempo. Para él también existe, fuera del tiempo más bien monótono del trabajo, el Tiempo de los regocijos y de los espectáculos, el «tiempo festivo». También vive de acuerdo con ritmos temporales diversos y conoce Tiempos de intensidad variable cuando escucha su música predilecta o, enamorado, espera o se encuentra conla persona amada, experimenta evidentemente un ritmo temporal diferente a cuando trabaja o se aburre.
Pero, con relación al hombre religioso, existe una diferencia esencial: este último conoce intervalos «sagrados» que no participan de la duración temporal que les precede y les sigue, que tienen una estructura totalmente diferente y otro «origen», pues es un Tiempo primordial santificado por los dioses y susceptible de hacerse presente por medio de la fiesta. Para el hombre no-religioso esta cualidad transhumana del Tiempo litúrgico resulta inaccesible. Para el hombre no-religioso, el Tiempo no puede presentar ni ruptura ni «misterio»: constituye la más profunda dimensión existencial del hombre, está ligado a su propia existencia, pues tiene un comienzo y un fin, que es la muerte, el aniquilamiento de la existencia. Cualquiera que sea la multiplicidad de los ritmos temporales que experimente y sus diferentes intensidades, el hombre no-religioso sabe que se trata siempre de una experiencia humana en la que no puede insertarse ninguna presencia divina.
Para el hombre religioso, al contrario, la duración temporal profana es susceptible de ser «detenida» periódicamente por la inserción, mediante ritos, de un Tiempo sagrado, no-histórico (en el sentido que no pertenece al presente histórico). Al igual que una iglesia constituye una ruptura de nivel dentro del espacio profano de una ciudad moderna, el servicio religioso que se celebra en el interior de su recinto señala una ruptura en la duración temporal profana: ya no es el Tiempo histórico actual lo que en ella está presente, ese tiempo que se vive, por ejemplo, en las calles y las casas vecinas, sino el Tiempo en el que se desarrollo la existencia histórica de Jesucristo, el tiempo santificado por su predicación, por su pasión, su muerte y su resurrección. Precisemos, no obstante, que este ejemplo no destaca con la debida claridad todas las diferencias que existen entre el Tiempo profano y el Tiempo sagrado; en comparación a las demás religiones, el cristianismo ha renovado, efectivamente, la experiencia y el concepto del Tiempo litúrgico al afirmar la historicidad dela persona de Cristo. Para el creyente, la liturgia se desarrolla en un Tiempo histórico santificado por la encarnación del Hijo de Dios. El Tiempo sagrado, reactualizado periódicamente en las religiones pre-cristianas (sobre todo en las religiones arcaicas), es un Tiempo mítico, un Tiempo primordial (inidentificable con el pasado histórico), un Tiempo original en el sentido de que ha surgido «de golpe», de que no le precedía ningún Tiempo, porque no podía existir Tiempo alguno antes de la aparición de la realidad relatada por el mito.
Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, Madrid 1973, p.25-28. |