Evidentemente será una magnitud, semejante a una línea que acompaña al movimiento. Pero, si esta línea acompaña al movimiento, ¿cómo podrá medirlo? ¿Y por qué ha de ser ella la que mida y no el movimiento? Mejor, y más convincente, será colocar esta magnitud, no en toda clase de movimiento, sino en el movimiento al que acompaña. Añadamos que esta magnitud ha de ser continua, de acuerdo con el movimiento mismo al que acompaña. Pero no conviene que lo que mide sea tomado aparte y separadamente del movimiento medido. Porque, en ese caso, ¿qué es lo que podría ser? El movimiento es, realmente, la cosa medida, y lo que mide ha de ser una magnitud. ¿Cuál de ambas cosas es entonces el tiempo: el movimiento que es medido o la magnitud que lo mide? Porque es claro que el tiempo tendrá que ser, o el movimiento medido por la magnitud, o la magnitud que lo mide, o aquello de que se sirve esta magnitud, al modo como con el codo puede medirse el movimiento. Como decíamos, la tesis que formulamos sobre todo esto resulta mucho más convincente referida al movimiento uniforme; porque, si no contamos con la uniformidad del movimiento, y aún más, sin un movimiento uniforme único, la hipótesis de que el tiempo es una medida parece todavía más injustificable. Si el tiempo es el movimiento medido, y medido por una magnitud, como el movimiento debe ser medido, no podrá serlo por sí mismo, sino por otra cosa que no sea él. Pero, si el movimiento tiene una medida distinta de él y si precisamos, para medirlo, de una medida continua como él, convendrá que esta magnitud que lo mida sea ella misma medida, para que la magnitud del movimiento encuentre su medida en la magnitud del espacio con el que se mide. Aquel tiempo de que hablamos será la cantidad numérica de la magnitud que acompañaba al movimiento, pero no la magnitud misma. Y esta cantidad, ¿qué podría ser sino algo que concierne a la unidad? Sin embargo seguirá asaltándonos la duda de saber cómo mide. Si se descubre, se descubrirá también que lo que mide no es el tiempo,sino un tiempo de tal duración, lo cual no es verdaderamente lo mismo. Porque una cosa es el tiempo, y otra muy .distinta un tiempo determinado; pues antes de hablar de este último, es claro que hemos de referirnos al tiempo del que se nos ofrece una limitación. Digamos, por otra parte, que el número que mide el movimiento está fuera del movimiento, lo mismo que el número diez no aparece unido a los caballos que cuenta. Resulta, por tanto, que no se ha dicho lo que es ese número (llamado tiempo), el cual es lo que es antes de ser medido, igual que ocurre con el número diez.
¿Será tal vez el número que, inmediato al movimiento, mide a éste según la anterioridad y la posterioridad? (Aristóteles). Pero no se muestra claramente de todos modos, cuál es ese número que mide, según la anterioridad y la posterioridad. Ahora bien, midiendo según la anterioridad y la posterioridad, conforme a un determinado punto o de cualquier otra manera, ese número mide ajustándose al tiempo. Y al medir el movimiento con relación a lo que es antes y después, se manifiesta en contacto pleno con el tiempo. La anterioridad y la posterioridad de que aquí se habla tienen también un sentido local y así, por ejemplo, el punto de partida de la carrera en un estadio se considera como algo anterior, pero, en este caso, haremos relación al tiempo. En un sentido general, lo anterior es el tiempo que termina en el momento presente, y lo posterior el tiempo que comienza en este mismo momento. Pero el tiempo es algo distinto a ese número que mide un movimiento cualquiera, e incluso el movimiento ordenado o regular, según la anterioridad y la posterioridad. Además, mal se comprende para qué hemos de servirnos de un número que puede tomarse como algo medido o como algo que mide, porque el mismo número acepta esos dos sentidos; y nos preguntaremos entonces para qué usar de un número, teniendo a mano el movimiento al que pertenece en absoluto tanto la anterioridad como la posterioridad. Es como si se dijese que una magnitud no tiene dimensión porque no hay realmente quien la mida. En cuanto al tiempo, que se dice que es infinito, y en verdad lo es, ¿cómo podría relacionarse con un número? Tendríamos que hacernos con una parte de él y en ella se encontraría también el ser, incluso antes de haberla medido. ¿Por qué, pues, no ha de existir el tiempo, aun antes de que un alma proceda a medirlo? Todo esto si no se afirma que ha sido engendrado por el pensamiento. [...]
Habremos de remontar de nuevo a esa manera de ser que, según decíamos, era la propia de la eternidad, esto es, vida inmutable, dada toda ella a la vez y con carácter infinito, firme en su totalidad, en reposo en el Uno y dirigida al Uno (Parménides). Aquí no contaba el tiempo, o al menos no contaba para los seres inteligibles, lo cual no quiere decir que el tiempo sea engendrado después de ellos, sino que les es posterior por lógica y naturaleza. Como estos seres disfrutan de una tranquilidad absoluta, hemos de preguntarnos de qué caída surgió el tiempo, ya que no se puede apelar a las Musas, que por entonces no existían (tal vez podría hacerse, si ellas existiesen en ese momento). Convendrá preguntar al tiempo mismo cómo ha nacido y se ha hecho manifiesto. Sin duda, podría decirnos de sí mismo que antes de haber engendrado la anterioridad y de haber enlazado a ella la posterioridad, descansaba verdaderamente en el ser y no era aún el tiempo, por esa su completa inmovilidad en aquél. No obstante, su naturaleza amiga de innovaciones, que quería ser dueña de sí misma y estar en sí misma, prefirió buscar algo mejor que su estado presente, poniéndose entonces en movimiento y, asimismo, como es lógico, el tiempo. Ambos se dirigieron hacia algo no idéntico y siempre renovado, hacia algo diferente de lo anterior. Luego de haber caminado un cierto trecho, dieron en hacer el tiempo, que es una imagen de la eternidad. Porque había en el alma una potencia carente de tranquilidad, que deseaba transferir a otra parte los objetos que veía en el mundo inteligible, aunque el alma, sin embargo, no quisiese que todo el ser inteligible se le presentase reunido. Pues, al igual que la razón que sale de un germen inmóvil dirige sus pasos, según parece, hacia la pluralidad, lo que hace manifiesto con su propia división y, en vez de conservar su unidad en sí misma, la consume exteriormente y debilita con ello sus fuerzas, así también el alma hizo el mundo sensible tomando la imagen del mundo inteligible, pero lo hizo móvil y no con el movimiento de aquél, sino con un movimiento que se le semeja y que quiere ser su imagen. En primer lugar, el alma se hizo temporal y produjo el tiempo en lugar de la eternidad; luego, dejó sometido al tiempo todo lo que ella había engendrado, incluyéndolo enel tiempo y encerrando ahí su propio desenvolvimiento. Porque es claro que como el mundose mueve en el alma -no hay para él, ciertamente, otrolugar que el alma- tiene que moverse también en el tiempo que se da en ella. Los actos del alma se han producido sucesivamente, y a uno ha sucedido otro, o, mejor dicho, con un nuevo acto el alma engendró el siguiente; pero, a la vez que a un pensamiento sucedía otro, se hacía realidad algo que antes no existía, porque ni su pensamiento puede considerarse en acto, ni su vida de ahora puede hacerse semejante a la de antes. Pero, precisamente, por tratarse de una vida diferente contará también con un tiempo diferente. He aquí, pues, que la vida del alma, al dividirse, ocupa tiempo, y en su avance va ocupando a cada momento un tiempo nuevo, de tal modo que su vida pasada pertenece asimismo al tiempo pasado. ¿Diría, por tanto, algo con sentido el que afirmase que el tiempo es la vida del alma, en un movimiento de tránsito de una vida a otra? Porque la eternidad es una vida en reposo y en lo mismo, que permanece siempre idéntica e infinita. Si el tiempo ha de ser su imagen, debe corresponder a la eternidad como el universo se corresponde con el mundo inteligible, y así, en lugar de una vida inteligible, deberá contar con otra vida por homonimia perteneciente a la potencia del alma; e, igualmente, en lugar del movimiento de la inteligencia, con el movimiento de una parte del alma, y en lugar de la identidad, de la uniformidad y de la permanencia, con el cambio y la actividad siempre distinta. También en lugar de la indivisibilidad y de la unidad, contendrá una imagen de la unidad y del uno que se halla en lo continuo, y en lugar de una infinitud total dispondrá de un progreso no detenido hacia el infinito; asimismo, en lugar de un todo compacto tendrá ante sí un todo distribuido en partes y que siempre estará por venir. Porque el universo sensible imitará este todo compacto e infinito del mundo inteligible, si quiere conseguir algo en el ser. Su ser mismo no será otra cosa que la imagen del ser inteligible.
Pero conviene que no tomemos el tiempo fuera del- alma, al igual que no tomamos la eternidad fuera del ser; porque el tiempo no acompaña al alma, ni tampoco es posterior a ella, sino que se manifiesta y está en ella y unido a ella, lo mismo que la eternidad al ser inteligible.
Debemos pensar la naturaleza del tiempo como un avance progresivo de la vida del alma según cambios uniformes y semejantes entre sí. Este avance tiene lugar silenciosamente, por la misma continuidad de la acción del alma. [...]
Como el tiempo queda destruido cuando el alma se dirige a lo inteligible, es claro que tiene su principio en el movimiento del alma hacia las cosas sensibles y en la vida que entonces comienza. Dice por ello (Platón) que «el tiempo nació con este universo», porque el alma lo engendró juntamente con el universo. El universo fue producido, pues, en un acto que identificamos con el tiempo; es el tiempo y se da en el tiempo. Y si se arguye que, para (Platón), los movimientos de los astros son tiempos, recuérdese también que para él los astros fueron engendrados para dar razón del tiempo, esto es, «para hacer posible su división y evidente su medida». Como no se puede delimitar el tiempo con el alma, ni medir por sí misma cada una de sus partes, ya que el tiempo es invisible e inaprehensible y no existe todavía posibilidad de contar, el alma «produce la noche y el día»; tomando como base esta diferenciación surge entonces la idea del dos, y por ella, añade también (Platón), se origina la noción del número. Hay un intervalo entre la salida y la puesta del sol con el que corresponde un intervalo igual de tiempo, porque el movimiento del sol, en el que nosotros nos apoyamos, es un movimiento uniforme del que nos servimos para medir el tiempo. Y si medimos el tiempo, es claro que éste no es medida, pues, ¿cómo podría medir? ¿Cómo podría decir, por ejemplo, tal intervalo es tan grande como yo? Sin embargo, según él se realiza la medida, y él mismo existe para medir aun no siendo una medida. El movimiento del universo se mide en relación al tiempo, pero el tiempo no es una medida del movimiento, sino, fundamentalmente, otra cosa, haciendo sólo manifiesta, por accidente, la cantidad del movimiento. [...]
La revolución del sol nos da a conocer el tiempo, porque realmente tiene lugar en él. Pero conviene, sin embargo, que el tiempo no tenga dónde existir, sino que sea por sí mismo lo que es y que en él, de manera uniforme y regular se produzcan los movimientos y el reposo de las demás cosas. He ahí que el tiempo se nos da a conocer y se nos muestra por ciertos movimientos [...] De ahí que algunos se sientan inclinados a decir que era la medida del movimiento en vez de afirmar que era lo medido por el movimiento [...]
El alma, pues, es lo primero que va al tiempo; ella misma lo engendra y lo posee con sus actos. Pero, ¿cómo nos encontramos con el tiempo en todas partes? Porque el alma no se halla ausente de ninguna parte del mundo, al igual que nuestra alma tampoco está alejada de ninguna parte de nosotros. Si se dice que el tiempo no dispone de sustancia ni de existencia, parece como si afirmáramos que Dios mismo se equivoca cuando dice que tal ser era y será; porque será y era en la medida en que exista aquello en lo que se dice que será. Hemos de dar, pues, otro giro a la cuestión, para contestar a todo esto. [...]
Para precisar durante cuánto tiempo se ha movido un cuerpo, hemos de referir su movimiento a un movimiento determinado, que sea como su causa. Este movimiento lo referiremos asimismo al movimiento del alma, con lo cual queda ya dividido en partes iguales. Pero, ¿a quién referir el movimiento del alma? Es claro que al ser que queramos, el cual, sin embargo, tendrá que ser indivisible. También le convendrá ser algo primitivo, que contenga en sí mismo todas las demás cosas y que, a su vez, no sea contenido por nada. Otro tanto podrá decirse del alma del universo. Y, en cuanto a nosotros, ¿qué afirmar del tiempo? Se da, desde luego, en el alma universal y, del mismo modo, en todas las demás almas, que son en realidad una sola. Pero el tiempo no se ha dispersado en ellas, como tampoco se dispersa la eternidad en aquellos seres que le son semejantes y lo contienen.
Enéada tercera, III, 7 (Aguilar, Buenos Aires 1978, p.178-199.) |