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También llamada gnoseología y epistemología, es una reflexión sobre el proceso del conocimiento humano y los problemas que en él se plantean. Como reflexión que es, supone una actividad de segundo orden, igual que la epistemología o la filosofía de la ciencia, sobre una actividad primera que es el conocer o el conocimiento, que es su objeto de estudio, pero es también, al mismo tiempo, una interpretación o explicación del fenómeno del conocer, según el principio de que «nadie sabe que p, a menos que sepa también cómo sabe que p». Por eso, puede definirse como un estudio crítico de las condiciones de posibilidad del conocimiento humano en general, que se ocupa de responder a cuestiones como: ¿en qué consiste conocer?, ¿qué queremos decir cuando decimos que sabemos o conocemos algo?, ¿qué podemos conocer?, ¿como sabemos que lo que creemos acerca del mundo es verdadero? o bien ¿«cómo es posible un conocimiento digno de crédito»? (Habermas). Johannes Hessen, en su clásica y conocida obra, Teoría del conocimiento, recurriendo a una descripción fenomenológica del conocimiento, es decir, a una descripción que pretende presentar la esencia misma del fenómeno del conocimiento, lo describe como una relación entre un sujeto y un objeto, siendo esta dualidad una característica esencial del conocimiento. Esta relación, que también es una correlación, porque no hay lo uno sin lo otro y, además la presencia de uno supone la del otro, se entiende como una apropiación o captación que el sujeto hace del objeto mediante la producción de una imagen del mismo, o de una representación mental del objeto, debido a una determinación o modificación que el objeto causa en el sujeto. Esta modificación no es más que la percepción del objeto, en la cual el sujeto que conoce no está meramente pasivo y receptor, sino receptor y espontáneo. También en este dualismo de receptividad y espontaneidad se encuentra el auténtico problema del conocimiento, al menos tal como se ha desarrollado históricamente desde el s. XVII. En cualquier caso, el objeto conocido ha de considerarse siempre de algún modo trascendente al sujeto, incluso en el caso de los objetos ideales, como pueden ser, por ejemplo, las entidades matemáticas. Los objetos conocidos, sean reales, como las cosas físicas del mundo, sean ideales, como los números y las figuras geométricas, son, en cuanto conocidos, independientes del espíritu humano. Supuesta esta descripción fenomenológica, son cinco -siempre según Hesse- los principales temas que pueden considerarse problemas fundamentales de una teoría del conocimiento:

1) La posibilidad del conocimiento: ¿Existe en realidad tal relación entre el sujeto humano que conoce y el objeto conocido?

2) El origen del conocimiento: ¿de dónde proceden los objetos del conocimiento? ¿de la razón? ¿de la experiencia? ¿de ambas cosas?

3) La esencia del conocimiento humano: en el dualismo de sujeto y objeto, ¿es el hombre activo y espontáneo o se comporta meramente de forma pasiva y receptora?

4) La cuestión sobre las clases de conocimiento: ¿hay algún otro conocimiento humano que no se haga por medio de una representación intelectual del objeto?, es decir, el problema del conocimiento intuitivo, y

5) el criterio de verdad: ¿cómo sabemos que el conocimiento es verdadero?

Como proceso que es, el conocimiento acontece en la estructura nerviosa del sujeto que conoce, en el sistema periférico y, más concretamente, en la sede de las actividades humanas superiores, o sea, el encéfalo. Así considerado, el conocimiento es una función psicobiológica del ser humano que se lleva a cabo mediante el cerebro. Ahora bien, filosóficamente, el lugar gnoseológico en que acontece el conocimiento es llamado espíritu (también alma), yo, individuo o sujeto, y sobre todo mente o entendimiento, y al producto o resultado final del conocimiento se le denomina imagen mental, juicio, nóema, y sobre todo idea o concepto. Son éstos básicamente abstracciones de las cosas conocidas o representaciones mentales de las mismas.

La relación dual entre sujeto y objeto, como esencial al conocer, pertenece a la concepción clásica del conocimiento. La filosofía analítica expresa esta relación/correlación entre sujeto y objeto explicando el conocimiento como una «creencia justificada», y explicita esta afirmación precisando qué se quiere decir cuando se dice que alguien sabe (previa distinción entre «saber» y «creer»). En este sentido se conviene que, al decir que «S sabe que p», queremos decir :

1) que «si S sabe que p, p es verdadero»;

2) que «si S sabe que p, S cree que p», y

3) que si S sabe que p, S tiene razones para creer que p».

Tanto según esta manera más actual de ver las cosa como según la concepción clásica del conocimiento como relación entre sujeto y objeto, el conocimiento se concibe como una creencia subjetiva y su principal problema es la fundamentación, o justificación racional, de esta creencia.

Popper objeta a este planteamiento del problema la consideración de que se refiere simplemente al conocimiento subjetivo, y que plantea cuál es el estado mental o de conciencia del sujeto que dice «sé», cuando lo importante es el estudio del desarrollo del paradigma del conocimiento, cual es el conocimiento científico, que avanza a través de conjeturas y el intento de refutarlas: lo que Popper llama «conocimiento objetivo», o también «conocimiento sin sujeto cognoscente» (ver texto).

En la cuestión del origen del conocimiento, el término «origen» puede entenderse de dos maneras: en sentido psicológico, como proceso real que comienza y termina, y en sentido lógico, como problema de fundamentación. Ambos sentidos se han conectado históricamente, por cuanto el problema de la validez o fundamentación prevalece sobre el del origen psicológico o temporal. Quien crea que el conocimiento se funda en última instancia en la razón y no en la experiencia atribuirá también el origen del conocimiento -por lo menos de cierta clase de conocimientos- a elementos de la sola razón. Y a la inversa, quien crea que no hay conocimiento si no es fundándose en la experiencia, sostendrá que el origen de las ideas es la experiencia. Los sistemas de conocimiento tradicionales que responden a este problema son el racionalismo, el empirismo y el apriorismo de Kant.

R. Descartes

Para el racionalismo, la razón es el origen o la fuente principal del conocimiento, y éste es verdaderamente tal sólo cuando sea necesario y universal. El enunciado «el sol calienta las piedras», cuando se le entiende como ley de la naturaleza, en el sentido de que el sol es la causa de la temperatura de las piedras, y no como mera constatación de un hecho aislado, es un enunciado que implica universalidad y necesidad, propiedades que no es posible haber obtenido por simple observación de la experiencia y que hay que atribuir a algún hecho de la razón, esto es, a la idea de causalidad. Más presencia de la sola razón puede observarse en afirmaciones como «el todo es mayor que la parte», o «todo cuerpo es extenso». Estos últimos enunciados tienen unas características que los hacen semejantes a los enunciados matemáticos: su verdad no depende de ninguna experiencia. El racionalismo, de hecho, concibe todo el conocimiento a imagen y semejanza de una clase determinada de conocimiento, a saber, el conocimiento matemático, cuyas características básicas son la universalidad y la necesidad. Como las matemáticas, el conocimiento en general ha de ser de naturaleza deductiva, es decir, ha de poder inferirse de unas cuantas verdades iniciales incuestionables. A estas verdades dio el racionalismo categoría de verdades innatas (como en Descartes, Spinoza y Leibniz, por ejemplo) o de verdades simplemente a priori, o independientes y anteriores a toda experiencia (como en el caso de Kant). La doble característica de la presencia de verdades universales y necesarias, por un lado, y de la posibilidad de deducir otras verdades de unas primeras innatas o a priori, dio al racionalismo su carácter dogmático: el entendimiento es capaz de conocer todas o muchas verdades, con certeza deductiva.

David Hume

Por otro lado, el empirismo mantiene la tesis opuesta de que la única fuente, a la vez que justificación, del conocimiento es la experiencia. Distingue entre verdades de razón y verdades de hecho, propias las primeras del ámbito de la lógica y las matemáticas, y las segundas del mundo de las ciencias de la naturaleza y de la vida ordinaria; pero no existen ideas innatas -la mente es una tabula rasa, o un papel en blanco- ni tampoco a priori, porque nada hay en la mente que antes no haya estado de algún modo en los sentidos. Frente al conocimiento universal y necesario del racionalismo, el empirismo aprecia y valora el conocimiento concreto y probable; al dogmatismo optimista opone con frecuencia, a lo largo de la historia del pensamiento, el escepticismo, o la afirmación de que la razón humana tiene los límites que le impone la experiencia, y que no son demasiadas las cosas que el espíritu humano puede conocer con certeza.

El sistema filosófico de Kant es históricamente un intento de mediación y síntesis entre la postura racionalista y la empirista. El conocimiento no puede explicarse ni por la sola razón ni por la sola experiencia: «los conceptos sin las intuiciones son vacíos, las intuiciones sin los conceptos son ciegas». De ahí el apriorismo: con anterioridad a toda experiencia posible, el espíritu humano aporta la posibilidad misma de que algo sea conocido como objeto, haciéndolo objeto del espacio y del tiempo, y sometiéndolo a las reglas del pensamiento. Conocer es ordenar lo caótico mediante la sensación y el pensamiento; y no hay experiencia, y ni tan sólo naturaleza, sin la acción ordenadora de la mente humana.

El problema fundamental de la teoría del conocimiento consiste en precisar debidamente en qué sentido una idea o un concepto son representaciones mentales de las cosas. Los sistemas clásicos al respecto son el realismo y el antirrealismo, en sus formas de idealismo y fenomenismo.

El realismo sostiene la existencia independiente de las cosas, aunque no sean conocidas. Según el llamado realismo ingenuo o natural, que no llega a distinguir entre el objeto conocido y el mismo objeto, porque ignora la elaboración del objeto debida a la percepción humana, las cosas son tal como las conocemos. Para el realismo crítico es preciso distinguir entre las cualidades objetivas y las subjetivasdel objeto conocido: la mejor expresión histórica de este realismo ha sido la teoría de las cualidades primarias y secundarias, difundida sobre todo por Locke.Los sistemas antirrealistas presentan las formas de fenomenismo y de idealismo (además del solipsismo).

El idealismo sostiene que no existen otros objetos o cosas que los contenidos de la propia conciencia, o mente, como ideas, vivencias, sentimientos, percepciones, o los llamados objetos ideales, como, por ejemplo, las entidades matemáticas, y las conciencias o las mentes -incluida la de Dios- que los piensan. Berkeley hizo clásica esta opinión sosteniendo que «ser es ser percibido», ya que, conociendo sólo ideas y siendo éstas sólo contenidos de la conciencia humana, no tenemos certeza ni conocimiento alguno de otra cosa que no sea de la propia idea subjetiva. Formas derivadas de este idealismo berkeleyano son el empiriocriticismo de R. Avenarius y E. Mach, o las posturas teóricas del llamado solipsismo. El idealismo de Hegel es una versión lógico-ontológica de este subjetivismo, que hace de toda la realidad un contenido de conciencia -del espíritu absoluto- que se desarrolla según las leyes de la dialéctica.

El fenomenismo (en cuanto pueda distinguirse del idealismo de Berkeley), teoría según la cual el hombre no conoce la realidad de las cosas, sino sólo sus apariencias o fenómenos, puede contemplarse como un estado intermedio entre el realismo y el idealismo. Defiende una doble manera de ser de las cosas: lo que es la cosa en sí y lo que conocemos de ellas (ver en sí / para sí). En sí las cosas son inaccesibles al conocimiento del espíritu humano y son, a lo sumo, inteligibles o pensables. Lo que de ellas conocemos, sin embargo, no es pura receptividad del espíritu humano, porque el conocimiento es acción del espíritu que configura y da forma a la materialidad caótica de lo sensible. El mundo del conocimiento es el mundo fenoménico, de los contenidos de conciencia. El fenomenismo se acerca, pues, al idealismo, pero se aleja de él en cuanto admite la existencia de las cosas meramente inteligibles o pensables, aunque no conocibles, más allá de la experiencia. D. Hume, J.S. Mill, B. Russell (ver texto ) y A.J. Ayer son fenomenalistas o fenomenistas.

Este problema fundamental del conocimiento, ahora aludido, puede contemplarse igualmente desde la perspectiva de los problemas de la percepción.

La filosofía analítica ha incidido sobre la teoría del conocimiento cambiando el punto de mira. El problema no está tanto en justificar si y hasta qué punto son las ideas representaciones de la realidad, sino qué sentido tienen, y de dónde lo toman, las palabras que usamos para hablar de las cosas. El problema epistemológico deja su sitio al problema del significado y a la filosofía compete más bien la labor terapéutica de deshacer los problemas que genera el lenguaje cuando se aplica a las cuestiones tradicionalmente consideradas filosóficas.

Pese a no existir propiamente una verdadera teoría del conocimiento, en la antigüedad griega aparecen consideraciones o planteamientos epistemológicos inmersos en cuestiones de física, metafísica o psicología. Los presocráticos, más bien entregados a la consideración del origen y principio (ἀρχή) de la naturaleza, plantean cuestiones más cosmológicas que epistemológicas, si bien algunos, como Heráclito y Parménides, inician los planteamientos que marcan la historia posterior del problema. A Heráclito se le puede atribuir cierto empirismo que funda el conocimiento de la naturaleza en lo que aparece a los sentidos (lo múltiple), aunque admite al mismo tiempo el conocimiento del logos (λόγος) oculto (lo uno) que está más allá de ellos. Parménides adopta claramente una postura racionalista que le hace rechazar el conocimiento de lo múltiple y mutable, las cosas tal como aparecen a los sentidos engañosos, para aceptar sólo el conocimiento de lo que es uno e inmutable, comprensible sólo al entendimiento. Los sofistas se plantean diversas cuestiones claramente gnoseológicas, que incluyen el escepticismo, el agnosticismo, el fenomenismo, el relativismo. Sócrates representa la irrupción en el mundo griego de la importancia y el sentido de la razón y del concepto, y con ellos del realismo de las ideas y conceptos, que Platón transforma en idealismo e innatismo, y Aristóteles interpreta de manera intelectualista formulando un realismo que suele llamarse moderado.

La escolástica de la Edad Media hereda, en principio, los planteamientos gnoseológicos de Platón (corriente agustiniana) y de Aristóteles (corriente aristotélica). Partiendo de san Agustín el agustinismo medieval continúa la influencia platónica, tradición en la que destaca la llamada escuela franciscana de san Buenaventura. El aristotelismo, a su vez, ingresa en occidente a través de Boecio y Averroes, es aceptado por Abelardo y Alberto Magno y es acomodado en su globalidad al cristianismo por el gran escolástico Tomás de Aquino. La principal cuestión epistemológica de la Edad Media la constituye la denominada disputa de los universales;, dentro de ella, el nominalismo es la gran aportación medieval a la teoría del conocimiento.

Tras el Renacimiento, aparecen de nuevo, en el ámbito humanista, las antiguas teorías epistemológicas de los griegos, en especial el escepticismo. Pero el hecho decisivo que contribuye a la aparición de la teoría del conocimiento como tema de estudio propio y preferente es la reacción de la filosofía ante los avances y logros de la ciencia moderna de los siglos XVII y XVIII, de Galileo y Newton. Los filósofos modernos, siguiendo a Descartes, hacen del problema y del proceso del conocimiento el tema por excelencia de la reflexión filosófica. No obstante, la historia de la teoría del conocimiento, tanto de la edad moderna como de la actual, es deudora no sólo de los planteamientos de Descartes y Locke, autor este último de quien se dice que fue el autor que planteó por vez primera el problema en términos modernos, sino también por Berkeley, Hume y Kant.

I. Kant

A Kant se atribuye la revolución copernicana en la teoría del conocimiento, por haber supuesto, como Copérnico, una hipótesis totalmente contraria a la hasta entonces mantenida: que es el sujeto el que determina al objeto, y no a la inversa. Por esta razón, Kant es un autor decisivo en cuestiones epistemológicas, al cambiar el enfoque psicológico del racionalismo, y en especial del empirismo, y sustituirlo por un enfoque lógico: no inquiere cómo surge (temporalmente) el conocimiento, sino cómo es posible (lógicamente). La historia de la filosofía, y con ella la de la teoría del conocimiento, posterior a Kant, hasta los albores del siglo actual, no es otra que la historia de la evolución del pensamiento de Kant, que da primero origen, por fuerza de la Crítica de la razón pura, al idealismo alemán y, luego, a las filosofías y gnoseologías inspiradas en la Crítica de la razón práctica. El s. XX, al dar mayor importancia a la lógica, a la ciencia y al lenguaje rechaza el planteamiento de corte psicologista, que atribuye en principio a la tradición anterior, y pone el énfasis en comprender la naturaleza lógica de los problemas filosóficos y de los problemas que la ciencia plantea a la filosofía. A partir de este momento, las cuestiones epistemológicas sobre la esencia del conocimiento, o lo que es lo mismo, sobre la diferenciación gnoseológica entre apariencia y realidad, a lo que lleva el supuesto inicial de que las ideas son representaciones en la conciencia de una realidad exterior, se resuelven (básicamente) en la cuestión filosófico-lingüística de sentido y referencia.

Bibliografía sobre el concepto

  • Reznikov, L.O., Semiótica y teoría del conocimiento. Alberto Corazón, Madrid, 1970.

Relaciones geográficas

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