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Parte de la Crítica de la razón pura, de Kant, en la que trata de si son o no posibles los juicios sintéticos a priori en metafísica, o de si es posible la metafísica como ciencia. Kant divide la lógica trascendental en Analítica trascendental y Dialéctica trascendental. A la primera llama «lógica de la verdad», porque trata de los elementos a priori del entendimientonecesarios para pensar cualquier objeto, y a la segunda «lógica de la ilusión». A la primera la considera metafóricamente «territorio de la verdad» e «isla encerrada por la naturaleza misma en límites invariables»; a la segunda, «océano ancho y borrascoso, verdadera patria de la ilusión», donde sólo hallamos «la apariencia de nuevas tierras» y «vanas esperanzas», perdidos en la ilusoria aventura de tener que buscar siempre sin poder hallar nunca (Libro II, cap. III). En esta aventura cae la razón en el engaño que ella misma se dispone y en la «ilusión» (sofística) de traspasar los límites impuestos, creyendo poder hacer afirmaciones sobre objetos que están más allá de la experiencia. A este engaño llama Kant ilusión trascendental, porque supone la pretensión de ir más allá del uso empírico de las categorías, creyendo que así se logra extender el campo del conocimiento; es una ilusión inevitable y natural -como la de ver la luna mayor cuando está sobre el horizonte-, pero a la «Dialéctica trascendental» incumbe la tarea de desenmascarar estos sofismas y engaños de la razón, cuando pretende un uso trascendente de las categorías y persigue la vana ilusión de traspasar sus límites (ver gráfico).

La razón, «facultad de los principios», o «facultad de inferir», se suma a la sensibilidad y al entendimiento en el proceso de conocer. Conocer se ha definido como una síntesis de la multiplicidad sensible llevada a cabo por el entendimiento, mediante los conceptos. La razón prosigue su síntesis, que ya no se realiza, sin embargo, sobre fenómenos, sino sobre conceptos(ver texto ).Los intentos de síntesis los lleva a término la razón mediante sus conceptos a priori, que Kant denomina «conceptos de la razón pura», «ideas de la razón pura» o «ideas trascendentales». Mientras que las categorías provienen de la forma de los juicios, las ideas trascendentales provienen de la forma de los razonamientos: de lo incondicionado que la razón busca sin parar en sus razonamientos. Lo incondicionado es un tipo de unidad suprema conceptual, con el que el entendimiento busca su propia coherencia y una «perfecta armonía consigo mismo». Cuando la razón hace inferencias, no busca más que maneras cada vez generales de captar o pensar la realidad; el ansia de síntesis superiores es tal que no se agota sino hallando un absoluto incondicionado, en el que la razónpueda encontrar su propia unidad y su reposo. Pero para tales síntesis no hay conceptos adecuados, puesto que éstos, si son verdaderos conceptos, siempre se refieren a la experiencia, y ésta siempre es condicionada; todo en ella depende de algo.

La serie total de fenómenos, lo condicionado, lo es por la categoría de relación: la búsqueda de lo incondicionado, por tanto, es también la búsqueda de la totalidad de las condiciones según tres clases de relación: según la «relación categórica» (la que tiene el accidente con la sustancia), el sujeto absoluto; según la «relación hipotética» (del efecto con su causa), la totalidad de condiciones de los fenómenos; según la «relación de acción recíproca» (que todas las sustancias mantienen entre sí), la unidad absoluta de todo lo que puede ser pensado, el fundamento de todo. A estos tres incondicionados llama Kant «ideas» (trascendentales), porque, igual que las ideas platónicas, son como modelos ideales de todas las cosas; no conceptos, sino «todos absolutos» en el terreno de la psicología, de la cosmología y de la teología: los tres temas clásicos de la metafísica tradicional, yo, mundo y Dios, vacíos de contenido real, según Kant, porque son sólo ideas de la razón pura, no conceptos aplicables a cosas reales, puesto que no son maneras de conocer la experiencia, sino totalidades que están más allá de la misma (ver texto ). No son, sin embargo, superfluas: pese a que no sirven para conocer objeto alguno, sirven como reglas -ideas reguladoras- para pensar la experiencia como conjunto y, en el ámbito de la razón práctica, se convierten en los postulados sobre los que se fundamenta el orden moral, como demostrará luego Kant en la Crítica de la razón práctica.

La razón no puede sino pensar estas ideas, tiende a ellas necesariamente por un razonamiento necesario que surge de su propia naturaleza, que es a la vez falaz y sofístico. A la idea de un sujeto absoluto, de un yo, o alma, se llega incurriendo en sofismas que Kant llama paralogismos de la razón pura, propios de la psicología racional; a la idea de un mundo, totalidad incondicionada de los fenómenos de la naturaleza, cayendo en antinomias propias de la cosmología racional; a la idea de una unidad del todo, Dios, confundiendo, en el ámbito de la teología racional, lo que es el ideal de la razón con una posible demostración racional de la existencia del «ser de todos los seres» (ver texto ).

Los tres grandes temas de la filosofía tradicional -«yo» en psicología racional, «mundo» en cosmología racional y «Dios» en teología racional- no son más que inferencias dialécticas de la razón pura (ver texto ), de las que debería hacerse sólo un uso inmanente, y no trascendente, esto es, que no deberían nunca aplicarse a objetos que están más allá de nuestra experiencia, sino sólo a los mismos pensamientos. ¿Cómo surgen tales razonamientos dialécticos?

Se incurre en paralogismos de la psicología cuando se cree que es posible conocer de un modo objetivo el propio yo, el alma: como sustancia pensante, simple, una e idéntica a sí misma (persona o espíritu). Podemos conocernos a nosotros mismos en cuanto objetos empíricos, en cuanto somos conscientes de nuestros propios actos de conciencia; pero, en todos estos casos, nos conocemos como objeto, pero no como sujeto. Sabemos que nuestros pensamientos exigen (analíticamente) un sujeto (el yo trascendental) que es su condición lógica indispensable; pero no podemos pretender que, conociendo nuestros pensamientos, conozcamos también (sintéticamente) el yo simple, el sujeto de los pensamientos. De la misma manera, sabemos que todos nuestros pensamientos exigen (analíticamente) un yo idéntico a sí mismo, que unifica la diversidad de los contenidos de la conciencia; pero conocer éstos y la exigencia de unidad que suponen, no es conocer (sintéticamente) ese yo que ha de ser idéntico a sí mismo (ver texto ). Kant resume todos los paralogismos que pueden hacerse en psicología racional en un razonamiento sofístico sobre la sustancia, donde se observa que el término medio, «lo que puede ser pensado como sujeto», se toma en dos sentidos distintos (ver texto ). La conclusión es que el hombre no puede conocer su propia realidad última; de aquello a que se refiere la idea «yo», o «alma», no podemos tener un verdadero concepto.

I. Kant

Las antinomias de la razón pura (ver texto ) ocurren cuando la razón argumenta sobre el mundo, tomándolo como la serie total de los fenómenos condicionados de la naturaleza y aplicando a esta totalidad todas las categorías posibles. Del mundo como totalidad podemos preguntarnos con sentido, según las categorías que, en principio, le resultan aplicables, su comienzo en el tiempo y su límite en el espacio, su composición; el tipo de causalidad que existe en él, y la necesidad de las cosas que contiene. Ahora bien, en estas cuestiones, la razón dialéctica es absolutamente antinómica o antitética: se halla expuesta a dos maneras contrarias de argumentar (desde presupuestos materialistas o desde presupuestos espiritualistas) y, por lo mismo, deduce pares de conclusiones, igualmente fundadas, opuestas entre sí, antinomias (ver texto ). Respecto de las dos primeras antinomias, que contemplan el mundo como una totalidad que está más allá de la experiencia, Kant rechaza tanto la tesis como la antítesis, manteniendo que el punto de vista del idealismo trascendental no admite ninguna afirmación objetiva sobre aquello que no sea objeto de intuición, o fenómeno de la experiencia. Y éste es el caso cuando hablamos del universo que tiene, o no tiene, comienzo, o que está, o no está, compuesto de partes simples; ni una cosa ni otra son objeto de conocimiento científico, y metafísica y ciencia no van, a este respecto, de común acuerdo. En las otras dos antinomias, la situación no es la misma, porque no se trata de la totalidad del mundo en sí, sino de una posible relación (por eso las llama antinomias dinámicas) de esa totalidad con algo distinto de ella: si existe o no una causalidad libre, y si existe o no un ser necesario. Por eso, ambas alternativas pueden ser verdaderas, y lo que dice la filosofía puede armonizarse con lo que afirma la ciencia; basta sólo decir desde que perspectiva se habla. El mundo funciona igual y se explica de la misma manera tanto si se sostiene que el hombre es libre (en el ámbito moral) como si se afirma que no lo es (en el ámbito natural). No es preciso, pues, rechazar ambas posturas, sino saber y advertir bajo qué aspecto (nouménico o fenoménico) se afirma una u otra.

Afirmar la tesis o la antítesis en estas antinomias, se debe a un «interés de la razón», que puede ser práctico o especulativo. El dogmatismo afirma por interés práctico, que tiene que ver con la moral y la religión, que el mundo tiene un comienzo, que el hombre es libre, que posee alma inmortal y que Dios existe; y estas mismas tesis se mantienen por interés especulativo, o sea, por la posibilidad de síntesis y respuestas globales, a la par que poseen la ventaja de la popularidad. El empirismo carece de intereses prácticos y mantiene la antítesis por un interés especulativo superior al del dogmatismo: manteniendo que el hombre no es libre, que el alma es materia y que no existe un ser necesario distinto del mundo, se mantiene dentro de su teoría del conocimiento que obliga a no abandonar el terreno de la experiencia.

2ª ed. de la Crítica de la Razón pura

Con el título de el «ideal de la razón pura», trata Kant de la idea de Dios y de los fundamentos racionales de la teología. Es ésta la tercera de las ideas trascendentales, a la que llama «ideal» porque, más que las otras, se acerca a lo que eran los paradigmas platónicos: eran éstos los modelos de todas las cosas en el terreno ontológico; para Kant, el ideal trascendental es el paradigma de la razón, pero sólo en el terreno práctico, como principio regulador de la actividad del pensar. En efecto, el concepto de «Dios» es entendido tradicionalmente como aquella noción en la que se incluye toda perfección y toda realidad y, en este sentido, es la unidad incondicionada de todas las perfecciones o propiedades posibles. Cualquier cosa se entiende desde lo que ella es y desde lo que no es respecto de lo posible: por lo mismo, la razón piensa las cosas respecto de un conjunto de toda posibilidad, de un stock de posibilidades, respecto de las cuales cada cosa es una determinación concreta; pero tiende a creer, además, que este conjunto es real, pues entre sus predicados, o perfecciones, se encuentra el de ser, y por lo mismo el de existir (ver argumento ontológico). Todo cuanto se piensa, por consiguiente, se piensa teniendo como trasfondo a este «todo de la realidad», a esta noción ideal, que encierra toda posibilidad, pero a cuyo respecto la razón comete la falacia de creer que existe, no sólo como idea, sino también como individuo: igual como, dice Kant, si de la idea de «sabiduría» se pasara a la de «sabio», como individuo, porque si aquélla, la idea, es una regla para pensar, éste, el sabio, es el ideal, el arquetipo o modelo de todas las personas que son limitadamente sabias. Esta «personalización» del conjunto de toda la realidad en un ideal equivale a pensar la idea de Dios como ser realísimo, originario, supremo, plenitud de la realidad, el ser de todos los seres y, a la vez, como incondicionado absoluto, modelo de todo lo que existe, a lo que en definitiva tiende la razón cuando piensa en lo absolutamente incondicionado. Para Kant, es una aplicación indebidadela categoría de la posibilidad, por la cual todo lo existente como fenómeno tiene como presupuesto el conjunto de todo lo real (ver texto ): así como todo fenómeno supone la existencia de un conjunto dado de posibilidades, conjunto que no es otro que la naturaleza misma o la realidad empírica, así también la razón humana cree poder pensar en un todo concreto, que es el trasfondo de posibilidades, no ya de los fenómenos, sino de las cosas en sí. Dios es, por consiguiente, el ideal de la razón humana, algo que la razón necesariamente piensa, pero no un concepto objetivo, aplicable a un sujeto individual que pueda ser conocido de manera objetiva.

De entre las pruebas tradicionales de la existencia de Dios, Kant examina las que llama prueba físicoteológica (la finalidad en la naturaleza), prueba cosmológica (la experiencia sensible) y prueba ontológica (basada en el solo concepto). En realidad, no confía en ninguna de las tres, pero opina de la tercera que contiene el único argumento posible (ver texto ). La idea fundamental de este argumento es que el concepto de Dios incluye como nota característica la existencia; si concebimos con la mente a Dios hay que pensarlo como existente, como un ser. Pero «ser», dice Kant, no es un predicado real; algo que añada una propiedad nueva al concepto de una cosa. Por consiguiente, nada nuevo se dice de algo cuando se piensa que tal cosa existe; la existencia real no es, cualitativamente, más que la existencia pensada, de la misma forma que «cien táleros reales no poseen en absoluto mayor contenido que cien táleros pensados»; la diferencia entre lo pensado y lo existente no es una nueva cualidad o perfección para lo existente de la que carece lo simplemente pensado, sino que consiste sin más en que lo existente es un posible objeto de conocimiento, y no sólo objeto de pensamiento. Por lo mismo, cuando decimos que «Dios es» no añadimos nada al concepto de «Dios»; pero que sepamos que Dios existe no proviene del hecho de que pensemos que su noción incluya su existencia, sino de que le hemos constituido, no sólo en objeto de nuestro pensamiento, sino en objeto de nuestra experiencia conocido a posteriori (ver texto ). Por lo tanto, que una cosa exista en nuestra experiencia hay que probarlo a posteriori, no deducirlo a priori de algún concepto. La prueba cosmológica intenta precisamente este tipo de demostración: tal como se presenta tradicionalmente, se argumenta la existencia de un ser necesario a partir de la contingencia del mundo (ver texto ). Una vez más, desde la óptica de Kant, se comete la falacia de aplicar ilegítimamente las categorías: la categoría de causalidad se aplica a algo que no es objeto de nuestra experiencia. Kant objeta a este argumento que se reduce al ontológico y que su recurso a la experiencia es sólo aparente, puesto que, en realidad, se concluye la existencia de Dios, no de la experiencia, sino del concepto de ser realísimo, una de cuyas propiedades es la de ser que existe necesariamente.

La demostración físicoteológica, o simplemente teleológica, que Kant considera «la más antigua, la más clara y la más apropiada a la razón ordinaria», parte del orden «conforme a fines» observado en el mundo, que ha de atribuirse a una causa inteligente y libre. Este argumento concluye propiamente, según Kant, en la afirmación de un arquitecto del mundo, que le da forma, no en la de un creador del mundo, que pone en existencia la misma materia del mundo. En todo caso, toda su posible fuerza proviene del argumento ontológico, ya que sólo si este arquitecto del mundo es infinito en poder puede ser creador; ahora bien, que sea infinito no es algo que se deduzca del orden del mundo sino, de nuevo, del concepto de ser supremo.

Immanuel Kant

La razón, pues, no es capaz de llegar a un conocimiento teórico de la existencia de Dios; todo argumento se reduce a la prueba ontológica, y ésta carece del debido fundamento. Pero la Dialéctica trascendental ha demostrado que es posible pensar a Dios y que este pensamiento tiene una función; la de ser un principio regulador de nuestro pensar, cosa que tiene en común con las demás ideas trascendentales, pero que, en el caso de la idea de Dios aparece con mayor claridad: Dios es el ideal de la razón que busca necesariamente e inevitablemente la plenitud de sentido del orden que hay en la naturaleza, o lo incondicionado: plenitud de sentido e incondicionado nunca alcanzables como objetos de conocimiento, pero que constituyen el objetivo al que tiende constantemente la mente humana como «punto de convergencia»(ver texto ).

No darse cuenta de que el hombre debe necesariamente plantearse preguntas en torno al yo, al mundo y a Dios, que teóricamente no puede contestar, es no percibir la ilusión natural e inevitable a que la mente humana está expuesta por su propia naturaleza, y caer en ella persiguiendo en vano la constitución de una metafísica que no puede justificarse: sus ideas a priori -las ideas trascendentales de la razón- no se aplican a la constitución de objetos de nuestra experiencia, sino sólo a la comprensión de la totalidad de la experiencia bajo tres distintos aspectos. Por ello, aun teniendo la Dialéctica trascendental esta misión crítica y desmitificadora de la posibilidad de la metafísica, estamos pese a todo ante una ilusión natural e inevitable.


Ver Estética trascendental, Analítica trascendental