(del latín absolutus, del verbo absolvere, desligado, libre de, acabado)
Etimológicamente, tiene el doble sentido de lo «perfecto» y lo «incondicionado». El término -sustantivado- es introducido en la filosofía, a finales del s. XVIII, por el idealismo alemán de Schelling y Hegel, especialmente, aunque se considera que la filosofía de Spinoza - sobre la sustancia infinita- es la primera filosofía del absoluto propiamente dicha. Conceptualmente, se opone a todo cuanto es relativo y se aplica a lo que sólo depende de sí mismo para ser pensado y para existir; se le atribuye plenitud de sentido y no necesita más justificación que la que se da a sí mismo, mientras que todo lo demás -lo relativo- se justifica por relación a un absoluto. Cuando es entendido como una entidad que se considera perfecta en cualquier aspecto, se la identifica obviamente con la divinidad.
A lo largo de la tradición filosófica, se habla del absoluto en un doble aspecto: epistemológico y ontológico. En el primero de estos aspectos, lo absoluto es el fundamento último de toda posibilidad de conocer y en el segundo, el fundamento último de toda posibilidad de ser. Este doble aspecto aparece diversamente destacado, en distintos modos y medidas, ya desde el comienzo de la filosofía occidental. En los presocráticos, se trata de la pregunta por el «principio» o arkhé (ἀρχή). En la filosofía de Platón, el absoluto aparece por vez primera, como trasfondo necesario de todo conocer y de todo ser, en el carácter de realidad aparte y primera de las ideas en general y de la idea del bien, en particular, máxima realidad inteligible, que confiere inteligibilidad a las cosas y capacidad de conocer al alma. En Aristóteles, el carácter absoluto de la causa primera se manifiesta en su condición de primer motor que mueve sin ser movido y en la de suponerla comienzo absoluto de la serie, que evita el regressus in infinitum. El Bien platónico y la Primera Causa aristotélica son, a la vez, el ipsum esse subsistens de la Escolástica medieval, el ser que existe en sí, por sí y para sí, y que es Dios como fundamento obligado de todo conocer y de todo ser, y hasta de las doctrinas semipanteístas del Renacimiento, en las que se habla de Dios como coincidencia absoluta de contrarios. En el racionalismo de Descartes, lo absoluto es la sustancia infinita, cuya bondad y perfección garantizan la solidez del criterio de verdad. En Spinoza desaparece la trascendencia de lo absoluto y la sustancia infinita es a la vez naturaleza. En Kant, el absoluto es una exigencia de la razón humana en un doble sentido: como incondicionado, que no es objeto de conocimiento objetivo y que sirve a modo de idea reguladora u horizonte inalcanzable (ideas trascendentales) del conocimiento por el entendimiento, y como noúmeno, o cosa en sí, innaccesible a la experiencia y al conocimiento teórico, pero exigida por la razón humana como condición última de la posibilidad de un conocimiento objetivo. La razón práctica sabe (por la experiencia de la ley moral) que hay una conciencia incondicionada, que es la legisladora absoluta de toda moralidad; en esta subjetividad creadora toma su punto de partida el idealismo alemán. Para Hegel, lo absoluto es el devenir de la idea y, porque es sobre todo resultado y final, es espíritu absoluto desarrollado a lo largo del tiempo: arte, religión y filosofía. Nietzsche marca el contrapunto, en filosofía moderna, a la necesidad de este trasfondo del absoluto: lo absoluto no expresa lo que es el ser; es si acaso una ilusión que se produce en la historia de la filosofía, cuando en realidad no hay más sentido de las cosas que el que les asigna la voluntad de poder. En teología católica, la Biblia aporta una enseñanza que modifica estas concepciones filosóficas: el Absoluto es personal. «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14). Dios es el ser absoluto, en sí y por sí; no depende de ningún otro y que lo conoce todo en sí mismo y sólo en sí mismo.