Tradicionalmente se concibe como una construcción artificial, fruto de la técnica, constituida por un sistema de sólidos en movimiento que se articulan y mueven unos a otros por contacto, con la finalidad de producir eficazmente un efecto determinado, superior al que logra cada uno de los componentes. En cuanto que persiguen la consecución de algún fin, están en una relación de dependencia con alguna actividad humana, razón por la cual el problema específicamente filosófico es el que deriva de la relación entre el hombre y la máquina. A su vez, esta relación puede entenderse desde dos puntos de vista:
1) desde la perspectiva de las implicaciones sociales y éticas de la producción y uso de las máquinas (ver «filosofía de la técnica y la tecnología»),
2) desde la perspectiva de la relación de semejanza o diferencia entre el hombre y la máquina.
Desde el segundo punto de vista, la relación entre el hombre y la máquina depende fundamentalmente del tipo de máquina en el que se esté pensando, y de la concepción de la técnica que se acepte. Por ello, es preciso contemplar distintos tipos de máquinas que han engendrado distintas concepciones acerca de esta relación entre el hombre y la máquina:
a) máquinas simples: son aquellas que, como una polea, por ejemplo, implican la actividad directa de algún agente exterior a la máquina.
b) máquinas automáticas: son aquellas que, como un reloj o un termostato, por ejemplo, pueden realizar un acción o una serie de acciones sin intervención directa continuada de un agente exterior, lo que supone una cierta autonomía, tanto por lo que hace a sus fuentes de alimentación energética, como por lo que se refiere a la serie de acciones que debe desempeñar.
c) máquinas generales: son aquellas que, como un ordenador, por ejemplo, no tienen una única utilidad definida ni se rigen, como las máquinas automáticas, por una secuencia definida de acciones.
Desde el punto de vista de la utilización de la energía, las máquinas pueden también clasificarse de la manera siguiente:
a) aquellas en las que el hombre proporciona directamente la energía, como un hacha, por ejemplo, pero también es el caso de las máquinas simples.
b) aquellas a las que se suministra la energía, pero el hombre debe ejercer el control sobre ella. Es el caso de las máquinas automáticas y de las máquinas generales.
c) aquellas a las que se suministra la energía y la misma máquina ejerce su propio autocontrol. Es el caso, por ejemplo, de los pilotos automáticos de los aviones o de las naves espaciales, basadas en máquinas generales.
d) aquellas que buscan por sí mismas sus propias fuentes de energía, ejercen el control sobre ésta y determinan sus propios objetivos. Son máquinas todavía inexistentes, pero imaginadas en la ciencia ficción, como en la novela Erewhon de Samuel Butler (1872).
Los filósofos de la antigüedad daban el nombre de las cinco grandes a las cinco máquinas simples: el plano inclinado, la cuña, el tornillo, la palanca y la rueda, y dichas máquinas todavía despertaban extrañeza y admiración en el mundo antiguo. Hasta el Renacimiento conservaron el aspecto de ser un engaño a la naturaleza. No obstante, aunque ya Lucrecio daba metafóricamente al mundo el nombre de «máquina» (De rerun natura, V.96), la máquina como elemento fundamental de la imagen del mundo se impone a partir del desarrollo de las primeras máquinas automáticas, que tuvieron en el reloj su más claro ejemplo. Descartes, impulsor del mecanicismo, comparaba el cuerpo humano con un reloj. No obstante, la distinción entre res cogitans y res extensa, unidas por la glándula pineal, le permitían considerar solamente al cuerpo humano como una máquina, y salvar la libertad humana apelando a la res cogitans. Esta defensa de la libertad amenazada por el mecanicismo materialista es una de las razones que conducen a Leibniz a su teoría monadológica (ver texto ). Más adelante, la posterior conjunción del mecanicismo con el materialismo permitieron a La Mettrie considerar al hombre entero como una máquina: el hombre-máquina.
Pero si el mecanicismo más estricto triunfó durante los siglos XVII y XVIII, con autores como Helvetius o d´Holbach, el idealismo alemán y el romanticismo del s. XIX favorecieron una visión opuesta y organicista de la vida, el hombre y la sociedad. La imagen mecanicista del mundo se apoyaba fundamentalmente en el principio de causalidad por el que se consideraban regidos todos los fenómenos que describe la física clásica. Pero el problema del determinismo mecanicista que ponía en entredicho la libertad humana, junto con los desarrollos de la biología y de otras ramas de la física difícilmente reducibles a la mecánica newtoniana, condujeron a considerar que toda máquina pertenece inevitablemente al mundo inorgánico y, por tanto, toda analogía con los seres vivos era ficticia. Así, la filosofía romántica, en nombre de la humanidad, de la libertad y de la vida, menospreciaba la máquina y el mecanicismo. Desde posiciones materialistas, Marx combatió el mecanicismo estrecho de los autores del siglo XVIII, pero no menospreció las máquinas ni su gran influencia en la organización social del trabajo, sino que analizó las complejas relaciones entre el hombre y la máquina con el advenimiento del maquinismo y el desarrollo de la gran industria. Con las máquinas, la mano de obra dejaba de ser el principio regulador de la producción, y al sustituir los trabajos más pesados abría las puertas a la incorporación al trabajo de las mujeres y los niños. Pero no son las máquinas las enemigas de la clase obrera, sino su uso social. Con ello, analizaba la relación hombre-máquina en el terreno social, pero su materialismo dejaba abierta de nuevo la posibilidad de la relación hombre - máquina desde la perspectiva de sus similitudes y diferencias.
La aparición de máquinas generales, cuyo primer ejemplo lo constituye la teórica máquina de Turing, junto con el cuestionamiento de la noción clásica de causalidad (por el que se sustituye el determinismo causal por un determinismo más general, que ha de incluir estados futuros sólo estadísticamente predecibles), así como otras direcciones actuales que permiten construir máquinas con tejidos orgánicos vivos, ha provocado que surja una nueva posibilidad de seguir tomando las máquinas como modelos.
Así, para Chomsky, las máquinas generales pueden actuar como modelos para comprender el lenguaje, y Turing consideraba la posibilidad de una máquina capaz de pensar. En este sentido, algunos de los teóricos de la inteligencia artificial siguen considerando las máquinas generales como modelos de la inteligencia humana. En cualquier caso, la existencia de máquinas que efectúan operaciones intelectuales abre una nueva perspectiva. En lugar de transformar energía, son máquinas que transforman símbolos y que procesan información, y que en determinados casos son capaces de procesos de autoorganización y aprendizaje. En este sentido la definición misma de máquina queda transformada, y pasa a ser considerada como un sistema material abierto, o un sistema jerárquico de sistemas, en los que circulan energía e información. Basándose en las similitudes entre ciertos procesos descritos por las teorías computacionales y los descritos en la biología molecular, se ha cuestionado la oposición entre lo inorgánico y lo orgánico, y algunos autores hablan solamente de dos tipos de máquinas: a) las máquinas naturales (los seres vivos, por ejemplo) y b) las máquinas artificiales.
Por otra parte, han sido varios los filósofos que han considerado las herramientas y algunas máquinas como prolongaciones del cuerpo humano. Ernst Kapp (1808-1886), que acuñó por primera vez el término filosofía de la técnica, consideraba el ferrocarril como una exteriorización del sistema circulatorio, o el telégrafo como una exteriorización del sistema nervioso. También le siguieron en eso autores como A. Gehlen (1904-1976) o Marshall McLuhan (1911-1980). En cambio, Lewis Mumford sostiene que, más que ser una prolongación del cuerpo, la máquina expresa más bien sus limitaciones. Además, Mumford considera que la misma definición de máquina corrientemente utilizada es engañosa. Para él, la primera máquina no es un artilugio de hierro o de madera o de cualquier otro material, sino que la primera máquina es la organización burocrática del Estado. Las máquinas de hierro, de acero, eléctricas o electrónicas, no son más que una prolongación de la megamáquina imperial, que tiene sus más acabadas representaciones en las burocracias de los antiguos imperios, los grandes ejércitos o las cuadrillas organizadas que permitieron la edificación de la pirámides de Egipto o de la gran muralla china.
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