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(del latín status, acción de permanecer, situación, de stare, permanecer en pie)

Término que se aplica a la comunidad política (la koinonía politiké de Aristóteles) a partir del s. XVI, época en que nace el concepto de Estado por obra de las teorías de Maquiavelo y de los movimientos de transformación política de Europa en esta época. Con anterioridad, se utilizaban los términos πόλις, polis, entre los griegos, y civitas, entre los romanos, y regnum o imperium, entre los medeivales. Ni la polis griega ni la civitas romana, ni tampoco, aunque por razones distintas, las organizaciones políticas feudales del mundo medieval, eran estados en el sentido moderno; carecían de los tres atributos fundamentales -según los teóricos del derecho político- del Estado: 1) disponer de poder político distribuido en diversas instituciones (el poder legislativo, ejecutivo y administrativo), cuya principal manifestación es el poder coercitivo, que se ejerce en un 2) territorio sobre el que se establece una población a la que se da el nombre de sociedad, cuyos miembros tienen la voluntad de compartir de una forma estable un conjunto de ideas políticas, que configuran una 3) cultura política, sustancialmente especificada en la constitución. La aparición histórica del Estado se produce en una época en que moral -la manera como regula el individuo su conducta- y política -la manera como se rige una sociedad- se separan y hacen autónomas (separación que no se daba en la polis o en la civitas). La institución del Estado supone la creación de un ámbito de la vida humana específicamente político, con sus conceptos y principios nuevos: el ámbito de lo político.

La nueva institución política, históricamente independizada de la religión y de la Iglesia, encuentra primeramente justificación teórica en El principe de Maquiavelo, quien la vincula a la figura del gobernante y a su habilidad y sagacidad. Durante los siglos XVII y XVIII, las teorías del contrato social procuran una base racional mejor para justificar el hecho de que un ciudadano, o un grupo de ciudadanos, ejerza un poder -que no es suyo- sobre otros. Estas teorías contractualistas se oponen a la visión aristotélica del origen de la sociedad como fin pretendido por la naturaleza, a su concepción del hombre como naturalmente sociable y a la idea tradicional del origen divino del poder.

Nacido el Estado para proteger la seguridad de los ciudadanos, se le añade pronto como misión propia la defensa de sus libertades. Surgen así los principios del Estado de derecho, o Estado protector de las libertades públicas, y las diversa maneras como se entenderán éstas dentro -y fuera- de las democracias liberales, que se establecen durante los siglos XIX y XX.

Críticas político-filosóficas contra el Estado son el anarquismo y el marxismo.

La sociedad civil, con frecuencia contrapuesta al Estado, representa la autonomía de lo social institucionalizada frente a las instituciones políticas, pero no independiente de ellas.

Desde un punto de vista teológico, la distinción entre Estado, como organización de la sociedad humana, y la Iglesia va implicada en la misma palabra de Cristo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 15-22). Esta distinción supone una separación entre la autoridad del Estado y la de la Iglesia. De aquí que las leyes civiles puedan ser directa o indirectamente obligatorias en conciencia: directamente si son útiles al bien común; indirectamente si la oposición a ellas daña la ordenación de la sociedad civil. Cuando, en contra de lo debido, mandan algo que perjudica el bien común, no han de ser obedecidas.


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