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(del latín optimus, lo mejor o lo óptimo)

Habitualmente se usa este término para designar el estado de ánimo de aquellos que ven siempre lo mejor de todos los sucesos o acontecimientos, o están siempre dispuestos a considerar las cosas desde su lado más positivo y favorable. Su antónimo es el pesimismo.

G. Wilhelm Leibniz

En filosofía este término surgió para designar la concepción que defiende Leibniz en su Teodicea , y en la que quería explicar el problema de la existencia del mal en un mundo creado por Dios, dado que considera que Dios es, a la vez, creador, omnisciente, omnipotente, eterno y suma bondad. En el artículo sobre la omnisciencia y la omnipotencia ya hemos expuesto los problemas suscitados por la atribución conjunta de estas propiedades a Dios. En resumen: si Dios es suma Bondad, ha de querer el mejor mundo y, si es creador y omnipotente, ha podido crearlo. Pero, si no yerra voluntariamente, y dado que es omnisciente, sabe desde toda la eternidad (puesto que es eterno) que en el mundo que ha creado se da el dolor, la enfermedad, la injusticia, las guerras, los oprobios, los infortunios, las catástrofes, en definitiva: el mal.

¿Cómo conciliar este hecho patente con los mencionados atributos divinos? Por otra parte, excepto el atributo que hace de Dios el sumo Bien, todos los otros atributos son compatibles entre sí y con la existencia del mal en el mundo. Entonces, ¿cómo evitar pensar en un Dios malvado que crea intencionadamente un mundo imperfecto? La respuesta de Leibniz se basa en su tesis de la posibilidad de la creación divina de infinitos mundos posibles (ver texto ), donde conjuga todos estos atributos divinos y da especial relevancia al de la suma bondad. Por ello, según Leibniz, Dios, que realmente es suma bondad, ha creado realmente el mejor mundo de los posibles. Esta tesis, dice él mismo, no es posible probarla, ya que para ello deberíamos poder comparar entre los infinitos mundos posibles, pero no existentes, y ello es imposible. Ahora bien, en el infinito equilibrio de estos mundos posibles, la existencia del mundo real y del mal debe entenderse como la mejor garantía de un bien mejor, a saber, la libertad. Pues en un mundo sin defecto no habría posibilidad de elección, ya que todo estaría orientado hacia la perfección y, por tanto, no habría libertad. No obstante, sigue subsistiendo el problema, ya que un Dios con el atributo de la omnisciencia, ¿no negaría realmente la libertad -que hipotéticamente surge de la existencia de la imperfección- y, en este caso, todo estaría predestinado?

De entre los críticos a esta concepción leibniziana destacaron, en su época, Nicolás Malebranche y Christian Crusius. Posteriormente Voltaire la ridiculizó en su Cándido, donde se mofa de Leibniz y de la tesis subyacente en su Teodicea: «vivimos en el mejor de los mundos posibles». Ante esto Voltaire tiende más bien a observar la historia desde una perspectiva pesimista, opuesta al optimismo leibniziano, pero también desde un punto de vista más humano y menos divino señala que los males que nos aquejan son, en su mayoría, fruto de la imbecilidad humana. No obstante, ante la existencia de catástrofes naturales, como el terremoto que asoló Lisboa (y que en 1756 hizo reflexionar a Voltaire en su Poème sur le desastre de Lisbonne), se manifestó nuevamente su visión pesimista, que la tesis leibniziana del mejor de los mundos posibles no podía suavizar.


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