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Doctrina determinista religiosa que sostiene que el hombre se salva o condena según decida la libre, omnipotente y eterna voluntad divina. El fatalismo del mundo clásico grecorromano representa una concepción semejante, pero el destino a que se refiere es más bien de tipo naturalista. La doctrina predestinacionista se origina propiamente dentro del cristianismo, en las interpretaciones que los padres de la Iglesia hacen de los pasajes de la Biblia, tanto del Viejo como del Nuevo Testamento, en que se habla de la suprema libertad divina para salvar a quien Dios quiere. Concebida como un problema que se enfrenta a la libertad humana, la doctrina de la predestinación, tal como primeramente la plantea Agustín de Hipona (Sobre la predestinación de los santos, Sobre el don de la perseverancia), acentúa, contra el pelagianismo, la omnipotencia y libertad divinas, con lo que resulta que Dios elige desde toda la eternidad a quienes se salvan, pero no es cuestión muy clara si también decide (de forma positiva o meramente negativa) el número de los que libremente se condenan por sus pecados.

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Tras muchas disputas sobre la libertad y la gracia, el calvinismo tendió a resaltar, en el siglo XVI, el aspecto de la doctrina agustiniana que parecía afirmar una doble predestinación. Posturas parecidas mantuvieron, en el campo católico, Jansenio y Pascal. Con la Contrarreforma iniciada por el concilio de Trento, se suscitaron intensas disputas sobre la presciencia divina y sobre si la reprobación, o condenación, era decidida o simplemente permitida por Dios (reflejo de ellas es el tema de El condenado por desconfiado, de Tirso de Molina: el ermitaño Paulo se condena y el bandolero Enrico se salva). Estas controversias intentaban conciliar la omnipotencia y misericordia divinas, concebidas como «gracia», por un lado, y la libertad humana, por el otro. La teología reconoce que no siempre se han planteado estas cuestiones en los justos términos, y que, en definitiva, toda afirmación metafórica sobre el número de los elegidos no puede significar más que la voluntad divina de otorgar misericordiosamente la salvación a todos los hombres, concediéndoles la gracia o ayuda necesaria para ello, pero admitiendo el libre juego de la voluntad humana, que debe afirmarse en todo momento, tanto como la voluntad y presciencia divinas. La eternidad de Dios no es conmensurable con el tiempo humano ni con el de toda la historia, por lo que, al estar «fuera» del tiempo, Dios «conoce», desde la eternidad, los méritos y deméritos del hombre, esto es, la libre aceptación o libre rechazo de la salvación ofrecida, que el hombre lleva a cabo a lo largo de su tiempo.

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