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Frase que sintetiza una de las dos posturas que se adoptaron en el debate producido en los s. XVI y XVII acerca del sentido que debía darse a las nacientes teorías astronómicas. Entre los partidarios de entenderlas de acuerdo con la tradición formalista, que se remontaba, según Simplicio, a Platón, las hipótesis astronómicas no eran más que modelos matemáticos que servían para calcular y predecir los movimientos de los cuerpos celestes; en ningún caso representaban una descripción y explicación de lo que realmente sucedía en el universo. Los modelos astronómicos de Eudoxo y Calipo, por ejemplo, eran en este sentido intentos de «salvar las apariencias». Para los partidarios de entender las teorías astronómicas de acuerdo con la tradición física de Aristóteles, las hipótesis de los movimientos en los cielos eran verdaderas hipótesis explicativas, que hoy podrían llamarse «cosmológicas», que intentaban ofrecer una explicación de lo que realmente sucedía en el universo; así, el modelo de esferas homocéntricas de Aristóteles pretendía ser una descripción de la realidad física. La frase «salvar las apariencias» o «salvar los fenómenos» se entendió como una exigencia de Platón dirigida a los astrónomos para que, partiendo del supuesto teórico de que todo movimiento celeste debía ser en realidad perfectamente circular y uniforme, buscaran hipótesis que estuvieran «de acuerdo» con los fenómenos: que pudieran «salvar las apariencias»(ver texto ).Esta distinción entre la manera de entender las teorías astronómicas propia de los astrónomos (la formalista) y la manera propia de los físicos (la cosmológica) aparece afirmada por vez primera en Gémino, autor del s. I a.C., según testimonio de Simplicio (ca. 500-540; ver texto ).

Estas dos maneras de interpretar las hipótesis astronómicas se enfrentan de un modo paradigmático con ocasión de la publicación del libro de Copérnico, Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes (1543), precedido de un prólogo en el que Andreas Osiander (ver texto )afirma que el contenido del libro no es más que una hipótesis matemática útil para calcular los movimientos celestes. A esta manera de interpretar el libro que inicia la revolución científica, a la que se adhiere también el cardenal Bellarmino, se opusieron, al parecer, el mismo Copérnico, Kepler y, sobre todo, Galileo, que lo concibieron como un intento de describir y explicar la realidad y no como un simple recurso geométrico concordante con las apariencias. De ahí surgieron las tendencias denominadas instrumentalista y realista en la interpretación del sentido de las teorías científicas en general. Berkeley sostiene, en su libro De motu, una postura muy cercana al instrumentalismo, y Mach es uno de los principales autores del s. XIX que defiende que las teorías son útiles sin necesidad de que sean verdaderas. Al instrumentalismo se opone el realismo, postura heredera de la antigua tradición física aristotélica.

En la controversia actual entre partidarios del realismo científico y partidarios de diversas teorías instrumentalistas de la ciencia, el epistemólogo americano antirrealista, Bas van Fraassen, recurre igualmente a la expresión de «salvar los fenómenos» para referirse al objetivo que, según él, han de perseguir las teorías científicas: ser empíricamente adecuadas, esto es, verdaderas o verídicas sólo respecto de lo que es observable, sin pretender serlo respecto de las entidades no observables.