(del árabe al-Kimiya, de origen incierto; quizá de la alteración del griego χυμός, khumós, jugo, humedad, o de la palabra egipcia chemi, negro, tierra negra, con que se habría designado el plomo fundido, materia prima de la alquimia; el alejandrino Zósimo de Panópolis, a comienzos del s. IV, describe como khemeia el arte del País Negro, Khem) Antiguas prácticas de manipulación de metales -los llamados metales viles: plomo, hierro, cobre y estaño- con miras a su transmutación mutua y a la obtención de un metal noble -el oro- o de la llamada «piedra filosofal» de la Edad Media (capaz de fijar las combinaciones de azufre y mercurio, que creían necesarias para la conversión de los metales en oro), o de diversas sustancias entre sí para lograr el llamado «elixir» de la vida que proporcionaría la inmortalidad o la juventud eterna. Parece haber surgido de forma más o menos simultánea en diversas regiones geográficas: en los textos védicos de la filosofía hindú, ya hacia el s. X a.C., hay referencias a la relación entre el oro, la luz (el fuego) y la inmortalidad; en esta época se buscaba la conversión de metales en oro, a partir del mercurio, y estos mismos jugos se bebían para alcanzar la inmortalidad. En China, hacia el s. II a.C., se intentó la obtención de oro a partir del cinabrio, compuesto de mercurio, y se bebía un elixir (derivado del término griego ξήριον, xerion, ingrediente) hecho a partir del oro.
Algunos hacen proceder las prácticas alquímicas de Siria, de donde se habrían difundido hacia China y Egipto. En Egipto tuvo una importancia decisiva Bolos de Mendes, sabio griego, a quien se atribuye un tratado sobre tinturas, escrito hacia el s. II a.C., y la constitución teórica de la alquimia, al unir las ansias de transmutación de las cosas en oro y la obtención de la inmortalidad con las especulaciones de los griegos sobre los cuatro elementos básicos del universo y la idea de materia prima única. A estas ideas se une luego la idea religiosa de salvación del hombre: es posible mejorar al hombre, del mismo modo que es posible llegar al mejor de los metales: el oro (crisopeya); la transmutación de los metales era, para gnósticos y herméticos, símbolo de la transmutación que el hombre adquiría con la muerte. Los pilares en que se basan estas creencias son el principio de la «simpatía/antipatía» de todos los elementos materiales entre sí y los de analogía universal (todo se parece a todo) y el del simbolismo, mediante los cuales se pretende establecer relaciones naturales entre todas las cosas. Difundidas estas prácticas en Grecia, sobre todo en la época alejandrina, pasaron a través de los cristianos nestorianos de nuevo a Siria y Persia, durante los siglos V y VI, y luego, durante la ocupación árabe de estas regiones, los textos correspondientes fueron traducidos al árabe. Los textos de la floreciente escuela de alquimia árabe del s. VIII -donde destacan los nombres de Jabir ibn Hayyan (Geber el alquimista, hacia el 776) y Abu Bakr ben Zakariya al-Razi (865-923/24)- se introdujeron en el mundo latino a través de la dominación árabe de África, España y el sur de Italia, y con el Renacimiento llegarían los textos originales griegos. La alquimia árabe se liberó de muchos principios mágicos y simbólicos -Al-Biruni y Avicena hasta criticaron sus supuestos- y se interesó por los conocimientos prácticos que este arte suponía: tintes, mezclas, aleaciones, disoluciones, destilaciones, sublimaciones, filtrados, amalgamas, etc., liberándolos e independizándolos de la pura magia.
Los cristianos latinos fundieron las ideas de salvación religiosa con las ideas liberadoras de la alquimia y conservaron también los fines prácticos de la alquimia. Al mundo medieval cristiano llega a través de España y Sicilia en el s. XII, primero en forma de traducciones del árabe al latín (Roberto de Chester traduce, en 1144, el Liber de Compositione Alchemiae), luego en forma de manuscritos originales griegos llegados de Bizancio. Entre estas obras se encuentran tanto libros árabes prácticos y experimentales, como el Secretum secretorum, de al-Razi, como fantasías místicas de obras atribuidas al pseudo-Geber, que buscaban oro a partir del azufre y la «plata viva» (mercurio).
El Medioevo cristiano mantiene una total confusión respecto al doble uso de las prácticas alquímicas, que, por otro lado, se atribuyen (supuesta e) indiscriminadamente a grandes escolásticos, como Alberto Magno, Roger Bacon, Arnau de Vilanova, Ramon Llull. Durante el Renacimiento, la alquimia formará parte del paradigma cosmológico mágico-naturalista, pero disminuirá su implantación a partir del momento en que Robert Boyle (1627-1691) inicia con su obra, El químico escéptico (1661), la crítica a los cuatro elementos de Aristóteles y a los tres principios de Paracelso, fundando las nuevas bases de la química como ciencia en las teorías de la filosofía corpuscular. Paracelso (1493-1541), médico renacentista, había cultivado la alquimia relacionándola con la medicina y la aprovechó para la obtención de remedios medicinales. La alquimia, a partir de Boyle, quedó relegada de manera creciente a simples prácticas de ocultismo. No obstante, incluso Newton (1642-1727) fue un apasionado alquimista.
Bibliografía sobre el concepto
- Figala, K., Priesner, K., Alquimia. Enciclopedia de una ciencia hermética. Herder, Barcelona, 2001.
Relaciones geográficas