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(del latín progressus, participio de progredi, ir hacia adelante)

En general, desarrollo, avance o cambio hacia «adelante», «hacia mejor», hacia una situación comparativamente mejor que la presente. Normalmente, el término se usa en sentido histórico y con él se describe la característica que posee la historia de ser un proceso lineal, que, avanzando desde el pasado hasta el presente y hacia el futuro, produce, cuando va dirigido por la razón, el conocimiento y la ciencia, un aumento de bienestar general y civilización. Como categoría historiográfica, esto es, como concepto clave y esencial de la historia, surge de los escritos de autores de la Ilustración, en especial Voltaire, Turgot y Condorcet, cuyas filosofías de la historia se basan justamente en esta idea. Sus precedentes hay que buscarlos en la idea baconiana de la «Gran Restauración», fundada en el dominio de la naturaleza por el conocimiento y la reforma de las ciencias, que se difunde durante s. XVII, y, de un modo inmediato para Francia, en la confrontación ideológica de la llamada «querelle des anciens et des modernes» [querella entre antiguos y modernos], que hacia la segunda mitad del mismo siglo XVII enfrentaba a partidarios de la lengua y la literatura antiguas con partidarios de la lengua y la literatura modernas, confrontación luego extendida a otros ámbitos. Los «modernos» creían que la situación producida por el arte y los conocimientos científicos probaba de manera evidente la superioridad de los tiempos modernos. También los ilustrados franceses se dejan llevar por el entusiasmo por la razón, la ciencia y la educación, y unen la idea de progreso a la de historia. Si Voltaire acuña el término de «filosofía de la historia» en Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones (1756) y en Filosofía de la historia (1765), Turgot y Condorcet coinciden en creer que las leyes de la historia son, al mismo tiempo, las leyes del progreso, y todos ellos suponen que el progreso de las ciencias y de la técnica implica también desarrollo social, bienestar y triunfo de la tolerancia. Para una mente ilustrada, el progreso es posible y corre a la par con la historia, espacio de tiempo en que tienen lugar los avances científicos. La Ilustración alemana desarrolla ideas parecidas relacionando razón, historia y progreso, y poco después el idealismo considerará la historia como el tiempo en que ha de construirse la libertad objetiva del hombre, pero Kant vincula al progreso, de forma más acentuada que los ilustrados franceses, una necesaria tarea moral, y, pese a considerar la historia como el tiempo durante el cual la libertad se convierte en derecho, en ocasiones se muestra realista y reduce el progreso posible simplemente a la eliminación de la guerra (ver texto ). Rousseau, en su primer Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), niega simplemente que el progreso en las artes y las ciencias suponga progreso moral en el hombre, y en la misma línea de rechazo o pesimismo se manifiestan Schopenhauer, E. von Hartmann y, sobre todo O. Spengler (La decadencia de occidente, 1812-1822). En la filosofía actual, la escuela de Francfort, en especial Horkheimer y Adorno, han puesto en entredicho la vinculación de la idea de progreso, no ya con la historia, sino con el concepto mismo de racionalidad tal como se ha desarrollado a partir de la Ilustración. Según los autores de la teoría crítica, este modelo de «racionalidad instrumental», que se funda meramente en la adecuación entre medios y fines, y que dicha teoría considera en el fondo «irracional», nace de la tendencia de dominio del hombre y no es adecuado para comprender las formas ideológicas de dominio presentes en la sociedad y llevar a cabo su crítica.

Junto a la idea de un progreso posible en la historia por el desarrollo de la ciencia y la técnica, han surgido también ideas de progreso necesario en una historia concebida con un término final que ha de conseguirse inevitablemente. Así sucede en los sistemas filosóficos de Comte, Hegel y Marx, que conciben la historia como teleológicamente predeterminada.

Ambas maneras de vincular el progreso a la historia han hecho de la idea de progreso una forma habitual de pensar del hombre occidental moderno.

Si las críticas a esta idea han sido constantes desde su misma aparición, puede decirse que, en la actualidad -sobre todo si se amplía la discusión a los avances tecnológicos, que hacen por un lado posible la extensión de un modo universal de los beneficios de la revolución industrial, pero, por el otro, parecen implicar procesos irreversibles de degradación del hombre y del medio ambiente-, es ya una idea definitivamente admitida que el desarrollo científico y tecnológico ilimitado no es causa necesaria de progreso humano, sino más bien de problemas éticos y sociales y origen de desequilibrio ecológico para el planeta. La idea de progreso inevitable por la ciencia y la tecnología cede paso a la de control necesario, por el hombre, de las aplicaciones tecnológicas y científicas y a la conciencia de la responsabilidad, cara a un progreso que puede existir o no, pero que el hombre puede intentar producir. Por otro lado, paradójicamente, se consideran rechazables -por sospecha de adicción a la irracionalidad- determinadas posturas intelectuales que suponen desconfianza o pesimismo ante la razón o la ciencia por la peligrosidad de sus aplicaciones.

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