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Atribución ilegítima, que procede por analogía, de predicados y características específicamente humanos (propias del ἄνθρωπος, hombre) a cosas no humanas. Es una propensión muy extendida, espontánea y acrítica, que trata de representarse las cosas -especialmente las animadas, pero también determinados procesos físicos y biológicos- desde un punto de vista humano, de forma que se atribuyen características y rasgos humanos a dichos objetos, animales o procesos. Esta analogía, inadmisible entre objetos, animales, procesos físicos o biológicos y características específicamente humanas, está presente, por ejemplo, en las creencias antiguas y renacentistas de una cierta correspondencia entre el macrocosmos y el microcosmos, de manera que se consideraba que se comprendía mejor el macrocosmos por analogía con el microcosmos que era el hombre. El animismo es otra de las formas del antropomorfismo.

En general, esta concepción va unida también al antropocentrismo. En particular, el término se aplica, preferentemente, a la tendencia de representarse a Dios en forma humana y con comportamientos propios del hombre (voluntad, deseo, imaginación, memoria, etc.). En el Antiguo Testamento se hace mucho uso del antropomorfismo: se presenta a Dios con afectos, actos e incluso con miembros humanos. En la Biblia tienen un profundo sentido y una gran significación: describen a Dios como persona viviente, le presentan como el cercano, el que se dirige e inclina afectuosamente al mundo y a los hombres, tiene y cultiva comunión con ellos, envía personalmente la salvación y pide obediencia. Los antropomorfismos no desentonan a condición de tener siempre el hecho de que sólo mediante estos conceptos es posible expresarse y manifestarse en el lenguaje humano y que son empleados, sin recelos teológicos, incluso en afirmaciones abstractas. Serían un peligro para la comprensión de Dios su fueran ingenuamente entendidos como descripciones adecuadas sobre la divinidad. Pero ya la propia Biblia rechaza estas concepciones. Los rasgos antropomorfos ya fueron denunciados en la antigüedad. Es bien conocida la tesis de Jenófanes: «Los hombres suponen que los dioses nacen, y tienen vestidos y voz y forma como ellos» (Fr.14, Diels), y añadía que «los etíopes hacen a sus dioses romos y negros, los tracios dicen que tienen ojos azules y cabellos rojos, y los bueyes, los caballos, los leones, si pudieran, imaginarían los dioses a su semejanza» (Fr.15,16). Spinoza atribuía el antropomorfismo al prejuicio finalista o teleológico. Así, decía, creer que Dios o la Naturaleza actúan según fines, equivale a atribuirles voluntad, deseo o imaginación y, por tanto, características antropomórficas. Feuerbach es quien va más lejos en este sentido al afirmar que Dios ha sido creado por el hombre a imagen y semejanza del ser humano.

También tienen características antropomórficas muchas concepciones precientíficas de la naturaleza (el nous de Anaxágoras o las causas finales de Aristóteles, por ejemplo) y hasta la misma ciencia moderna padece connotaciones antropomórficas enquistadas, a menudo de forma inconsciente, en el lenguaje de la teoría de la evolución.