Hipótesis que supone la existencia de un daimon o genio -entidad superior a los hombres- cuya finalidad es la de provocar el extravío y el engaño de éstos. Esta hipótesis no implica, en absoluto, la creencia en la existencia de tal entidad, sino que solamente se postula como medio para, llevando la suposición hasta el límite, extraer las consecuencias que se derivarían de ella. Descartes, en el proceso de su rigurosa duda metódica formula esta hipótesis para llegar a determinar qué puede creerse con certeza absoluta, incluso en el caso de que existiese realmente el hipotético genio maligno. En este proceso, Descartes, para intentar hallar dicha verdad absolutamente indudable, duda metódica y sistemáticamente no sólo del conocimiento a veces engañoso de los sentidos, de los razonamientos, que a veces no son más que paralogismos o razonamientos aparentes de hecho falsos, de los enunciados analíticos, como son los de las matemáticas, que podemos hacer tanto despiertos como en sueños, sino también de la misma sensación de certeza, de la sensatez de la razón y hasta de la misma evidencia, esto es, de la propia conciencia: por ello sostiene que no es imposible que Dios le haya creado de modo que se equivoque cuando cree estar cierto, esto es que Dios sea «perverso»; o por lo menos es posible que exista un «genio maligno», artero, engañador, poderoso y astutísimo, que le obliga a tener por verdadero lo falso (ver texto 1 y texto 2). El final del proceso se culmina con el descubrimiento de la certeza absoluta e indudable, según Descartes, que es la que se expone en su concepción del cogito: pienso, luego existo.