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El Dios de la Biblia no es un ser supremo cuya perfección lo aísle del mundo, pero tampoco una realidad que se haya de confundir con el mundo. En el Antiguo Testamento, Dios se manifiesta a algunos privilegiados para asegurarles su presencia: a los padres con quienes hace la alianza y a Moisés que tiene la misión de liberar a su pueblo. Esta manifestación se hace por signos diversos y es en Jesús cuando se produce la revelación plena. Con la venida del Espíritu Santo a María, se muestra que Dios está con ella y con la humanidad. Asimismo, si Jesús resucitado se aparece a los discípulos, es para mostrarles que está entre todos los desgraciados (Mt 25, 40), entre los que llevan su palabra (Lc 10, 16) y que está en medio de los que se unen en su nombre (Mt 18,20). La presencia del Cristo resucitado tiene su foco en la eucaristía donde el pan y el vino son consagrados como su cuerpo y su sangre. La comunión supone que Jesús ha retornado al Padre y ha enviado su Espíritu. En Pablo, tal es la presencia que se ofrece al creyente: “Estoy a la puerta y llamo” (Ap 3,20). No es una presencia accesible a la carne, ni reservada a un pueblo, ni ligada a un lugar. Es el don del Espíritu ofrecido a todos.