Sexto Empírico: la noción de signo

Extractos de obras

II, 10. Se llama signo conmemorativo a un signo que, habiendo sido observado manifiestamente al mismo tiempo que la cosa significada, cuando se presenta a nuestros sentidos, por obscura que sea la cosa, nos induce a recordar lo que se ha observado al mismo tiempo que él, aunque ello no se presente abiertamente a nuestros sentidos: así ocurre con el humo y el fuego. El signo indicativo (o revelador), según dicen los dogmáticos, es aquel que no ha sido observado manifiestamente al mismo tiempo que la cosa, pero que, por su naturaleza propia y su constitución, indica aquello de lo que es signo, como los movimientos del cuerpo son signos del alma. También definen este signo: una proposición (axioma) demostrativa que es el antecedente de un buen silogismo y que descubre la consecuencia. Como hay dos clases de signos, no rechazamos todo signo, sino solamente el signo indicativo que parece haber sido inventado por los dogmáticos. Al signo conmemorativo lo ha hecho verosímil la práctica de la vida: quien ve el humo, recuerda el fuego; una cicatriz que se observa, dice que ha habido una herida.

Il, 11. El signo, tal como lo entienden los dogmáticos, es inconcebible. [...] El antecedente no puede descubrir la consecuencia, puesto que lo significado es relativo al signo y por tanto es comprendido al mismo tiempo que él. En efecto, lo que es relativo a una cosa es comprendido al mismo tiempo que ella. Igual que el lado derecho no puede ser comprendido antes que el izquierdo, e inversamente, como todas las cosas que son relativas, el signo no podrá ser comprendido antes que la cosa significada. Pero si el signo no es comprendido antes que la cosa significada, no puede descubrir lo que es comprendido con él y no después de él.

Por consiguiente, según las afirmaciones de nuestros adversarios, el signo es inconcebible. Porque es relativo, según dicen, y descubre la cosa significada, a la que es relativo. Pero, si es relativo a la cosa significada, debe necesariamente ser conocido al mismo tiempo que ella, como el lado derecho y el izquierdo, arriba y abajo, etc., y si revela la cosa significada, debe necesariamente ser conocido antes que ella, a fin de que, una vez conocido, nos conduzca a la idea de lo que hay que conocer. Es pues imposible concebir una cosa que no puede ser conocida antes que otra cosa, y que deba ser conocida necesariamente antes que ella. Por tanto es imposible concebir una cosa en relación con otra. que descubra aquello con lo que está relacionada. El signo. dicen, es relativo a la cosa significada y la descubre. Así pues es imposible concebir el signo.

Bastará haber dicho estas pocas cosas entre las muchas que podrían decirse, para demostrar que no hay signos indicativos. Ahora demostraremos que puede haber algún signo, a fin de presentar la fuerza igual de las razones opuestas.

Las palabras dichas contra el signo significan algo o no significan nada. Si no significan nada, ¿cómo destruirán la existencia del signo? Si significan algo, hay un signo. Además, las razones aducidas contra el signo son demostrativas o no lo son. Si no son demostrativas, no demuestran que no haya signo. Si son demostrativas, puesto que la demostración es una especie de signo que descubre la conclusión, habrá un signo. De donde se razona así: si hay algún signo: hay un signo; si no hay ningún signo, hay un signo, porque se demuestra que no hay signo con una demostración que es precisamente un signo. O hay un signo, o no lo hay; por tanto hay un signo.

A este argumento se opone este otro: si no hay signo, no hay signo; si hay un signo, según la concepción que los dogmáticos tienen del signo, no hay signo. Porque el signo de que hablamos, concebido como relativo a alguna cosa y que descubre la cosa significada, no existe, como hemos demostrado. O hay un signo, o no lo hay: por consiguiente, no hay signo.

Así, como se aportan razones igualmente probables en pro y en contra de la existencia del signo, no debernos afirmar más lo uno que lo otro.

Bosquejos pirrónicos (selección), de R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos. Edad Antigua, Herder, Barcelona 1982, p.109-110.