Sainsbury, R.M.: el dilema del prisionero

Extractos de obras

A ti y a mí nos han arrestado por traficar con droga y nos han puesto en celdas separadas. Cada uno de nosotros se entera, a través del propio abogado, que el fiscal del caso ha decidido plantear las cosas de la siguiente manera (y nosotros tenemos suficientes motivos para creer en la información que nos dan):

1. Si callamos, el fiscal tendrá que abandonar el cargo de tráfico de drogas por falta de pruebas, y tendrá entonces que acusarnos del delito mucho menor de posesión de armas: en este caso nos tocará un año de cárcel.

2. Si confesamos, nos van a tocar cinco años de cárcel a cada uno.

3. Si uno calla y el otro confiesa, el que confiesa quedará libre (por haber declarado como testigo de la acusación), pero al otro le caerán 10 años de cárcel.

4. A cada uno de nosotros se nos hacen saber los puntos 1-4.

¿Cual es la manera racional de actuar? Introducimos en la historia dos puntos más:

5. A cada uno de nosotros le interesa lograr la menor sentencia condenatoria posible.

6. Ninguno de los dos posee información alguna sobre la conducta probable del otro, excepto lo que se afirma en la cláusula (5) y que el otro también es un agente racional.

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Hay una tendencia clara a razonar en favor de la «confesión». Simplemente: hagas tú lo que hagas, para mí es mejor confesar. Porque si callas y yo confieso, consigo lo que más quiero: quedar libre. Y si confiesas, salgo mejor confesando también yo (5 años) que callando (10 años). [...]

En la figura, <0,10> representa el hecho de que, en esta opción, yo voy a prisión por 0 años, mientras que a ti te tocan 10; o a la inversa. Cuanto menor sea el número del lado izquierdo del par, mejor me salen a mí las cosas. Es fácil ver que «confesar» domina sobre «callar». Confesar, comparado con callar, me ahorra 5 innecesarios años si tú confiesas, y uno si no confiesas.

Dado que tú y yo nos hallamos en idéntica situación, y [por (6)] somos ambos racionales, presumiblemente razonaremos de la misma manera, por lo que llevaremos a cabo la misma decisión. De modo que si, para mí, es racional confesar, para ti también lo es; pero en este caso iremos ambos a prisión por un período de 5 años. Si los dos callamos, iremos a la cárcel por sólo un año. Una actuación supuestamente racional nos asegura, al parecer, un resultado que es peor para ambos de lo que podríamos obtener.

Desde esta perspectiva, la acción racional, en determinadas circunstancias, lleva a peores resultados que otras maneras de actuar. Y aunque esto sea lamentable, no es tan paradójico como parece: todos sabemos juegos irracionales que pueden tener éxito. Lo que puede decirse que resulta paradójico es que se trata de un caso en que el fracaso de la racionalidad en producir el mejor resultado no es una cuestión de suerte, sino que es una consecuencia previsible e inevitable del supuestamente llamado razonamiento racional. ¿Cómo, en este caso, puede ser racional ser «racional»? La supuestamente inaceptable consecuencia del aparentemente aceptable razonamiento es que la acción racional puede ser prevista como causante de un resultado peor sumamente probable.

Si esto es una paradoja, la respuesta correcta, pienso, es negar que la consecuencia sea realmente inaceptable. Que sea inaceptable proviene al parecer de que, si actuásemos ambos de determinada manera, las cosas nos podrían ir mucho mejor que si siguiéramos los supuestos dictados de la racionalidad. De aquí que la racionalidad no sea la mejor guía para saber cómo actuar, por cuanto actuar de la otra manera nos procuraría un mejor resultado para ambos. El problema con esta sugerencia es que cualquier guía para actuar ha de estar disponible en el proceso de adopción de decisiones por parte del agente. Para podernos guiar por la idea de que las cosas nos van a ir mucho mejor si ambos permanecemos en silencio que si ambos confesamos, necesitaríamos saber, ambos, que el otro va a guardar silencio. Lo que es racional hacer debe decirse con relación a lo que sabemos. Si no sabemos, está claro que actuar racionalmente puede no llevarnos al mejor resultado. En nuestro caso, la ignorancia propia se refiere a que no sabemos qué va a hacer el otro; y esto, más que cierto fallo de la racionalidad, es el causante de una decisión que no es la óptima.

Paradoxes, Cambridge University Press, Cambridge 1988, p. 64-66.