Platón: los grados del amor

Extractos de obras

Diotima --Tal vez, Sócrates, he conseguido iniciarte hasta aquí en los misterios del amor. Pero en lo que se refiere al último grado de iniciación y a las revelaciones más secretas para las que no es más que una preparación todo lo que acabo de decirte, no sé si, aunque esté bien dirigido, tu espíritu podrá elevarse hasta ellas. Pero continuaré, sin menguar en nada mi celo. Trata de seguirme lo mejor que puedas. El que quiere alcanzar este conocimiento por el camino recto, debe empezar desde joven por buscar los cuerpos bellos. Al principio. si está bien dirigido, no debe amar más que uno solo, y con este motivo pronunciar bellas razones. Pero después, ha de llegar a comprender que la belleza que se halla en un cuerpo es hermana de la que se halla en todos los demás. En efecto, si hay que buscar la belleza que reside en la idea, sería una gran locura no creer que la belleza que reside en todos los cuerpos es una e idéntica. Y una vez penetrado de este pensamiento, nuestro hombre debe mostrarse amante de todos los cuerpos bellos y despojarse de toda pasión que tenga por objeto a uno solo como de una mezquindad despreciable. Debe considerar después que la belleza del alma es más preciosa que la del cuerpo, hasta el punto que un alma bella, aún en un cuerpo desprovisto de atractivos, basta para atraer su amor y sus cuidados, y para hacerle pronunciar los discursos más apropiados para hacer mejor a la juventud. Así necesariamente se verá obligado a contemplar la belleza que se encuentra en las acciones de los hombres y en las leyes, y a ver que esta belleza es en todo lugar idéntica a sí misma, y como consecuencia llegará a tener en poco aprecio la belleza corpórea. De las acciones humanas,deberá pasar a las ciencias para contemplar su belleza, y entonces, al contemplar lo bello en toda su extensión, ya no permanecerá nunca más encadenado como un esclavo en el limitado amor de la belleza de un joven, de un hombre o de una acción, sino que se volverá hacia el océano de la belleza y saciando sus ojos con este espectáculo, producirá con inagotable fecundidad los discursos y los pensamientos más magníficos de la filosofía, hasta que, vigorizado y engrandecido su espíritu por esta sublime contemplación, ya no perciba más que una ciencia: Ia de lo bello. Ahora, Sócrates. préstame toda la atención de que seas capaz. Aquel que en los misterios del amor se haya elevado hasta el punto en que nos hallamos. después de haber recorrido todos los grados de lo bello, al llegar al término de su iniciación. verá de súbito ante sus ojos una belleza maravillosa, aquella precisamente, oh Sócrates, que constituía el fin de todos sus esfuerzos anteriores: belleza eterna, increada e imperecedera, que no es susceptible de aumento ni de disminución, una belleza que no es bella por un lado y fea por otro, bella para unos y fea para otros; una belleza que no es sensible como un rostro o una manos, ni corporal. que no es tampoco ni unas palabras ni unos conocimientos, que no reside en un sujeto diferente de ella misma, por ejemplo, en un animal, o en la tierra, o en el cielo, o en cualquier otra cosa; sino que existe eterna y absolutamente por sí misma y en sí misma; de la que participan todas las demás bellezas, sin que su nacimiento o su destrucción le aporten la menor disminución o el menor crecimiento, ni la modifiquen en nada. Cuando, desde las bellezas inferiores, el iniciado se ha elevado por un amor bien dirigido de los jóvenes hasta esta belleza perfecta y empieza a entreverla, casi está a punto de alcanzar el fin. Pues el camino recto hacia el amor, tanto si se sigue espontáneamente como si otro te guía, consiste en comenzar por las bellezas de este mundo y elevarse hasta la belleza suprema pasando, por así decirlo, por todos los escalones, de un cuerpo bello a dos, de dos a todos los demás, de los cuerpos bellos a las ocupaciones bellas, de las ocupaciones bellas a las ciencias bellas, hasta que, de ciencia en ciencia, se llegue a la ciencia por excelencia que no es otra que la ciencia de lo bello en sí, y se acabe por conocerlo tal como es en sí. Mi querido Sócrates, prosiguió la extranjera de Mantinea, si hay algo que le dé valor a esta vida, es la contemplación de la belleza en sí. Y si lo consigues algún día, no te parecerán comparables el oro ni las vestiduras, ni los muchachos y jóvenes bellos, cuya contemplación ahora te arrebata hasta tal punto, a ti y a muchos otros, que por contemplar constantemente a los que amáis, para estar sin cesar con ellos, si fuera posible, estaríais dispuestos a privaros de comer y de beber para pasar vuestra vida en su compañía y contemplación. ¿Qué pensaríamos de un hombre a quien le fuera dado mirar la belleza en sí, pura, sin mezcla, sin estar revestida de las carnes ni de los colores humanos ni de todas las vanidades perecederas, sino la belleza divina en sí? ¿Crees que sería una vida miserable tener la mirada fija en ella y disfrutar de la contemplación y la compañía de un tal objeto? ¿No crees, por el contrario, que este hombre, siendo el único en este mundo que percibe lo bello por el órgano mediante el cual es perceptible lo bello, sólo él podrá producir, no imágenes de las virtudes, porque no se aplica a las imágenes, sino virtudes verdaderas, porque en la verdad se aplica? Así al que engendra y nutre la verdadera virtud le corresponde ser querido de Dios. Y si algún hombre debe ser inmortal, éste debe serlo.

Sócrates. --Estas fueron, mi querido Fedro y todos los que me escucháis, las palabras de Diotima. Ellas me persuadieron y a mi vez yo trato de persuadir a los demás de que, para alcanzar un bien tan grande, la naturaleza humana difícilmente hallaría un auxiliar más poderoso que el amor. Por eso digo que todo hombre debe honrar al amor. En cuanto a mí, honro todo lo que con él se relaciona, y lo hago objeto de un culto particular y lo recomiendo a los demás. Y en este momento mismo, como siempre hago, acabo de alabar todo lo que soy capaz el poder y la fuerza del amor. Y ahora, Fedro, considera si este discurso puede llamarse un elogio del amor; pero si no, dale el nombre que quieras.

Banquete 209e-212c. (R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos. Edad antigua, Herder, Barcelona 1982, p.33-36).