Platón: la preexistencia de las almas

Extractos de obras

--El alma que nunca ha visto la verdad no puede revestir la forma humana. En efecto, el hombre debe ejercitarse en comprender según la idea, es decir, elevarse de una multiplicidad de sensaciones a una unidad inteligible. Ahora bien, este acto no es otra cosa que el recuerdo de lo que nuestra alma ha visto antes, cuando seguía a un dios en sus evoluciones, cuando, apartando su mirada de lo que nosotros llamamos ser, levantaba la cabeza hacia el ser verdadero. Por eso es justo que sólo el pensamiento del filósofo tenga alas, puesto que se aplica siempre y en la medida de sus fuerzas a recordar las esencias a las que el mismo dios debe su divinidad. El hombre que sabe usar estas reminiscencias es iniciado sin cesar en los misterios de la divina perfección, y sólo él se hace realmente perfecto. Apartado de los cuidados que preocupan a los hombres y dedicado a lo divino, el vulgo pretende curarlo de su locura y no ve que está inspirado.

--A este punto quería llegar toda esta explicación sobre la cuarta especie de locura. Cuando un hombre percibe la belleza de aquí abajo y se acuerda de la belleza verdadera, a su alma le crecen alas y desea volar. Pero al advertir su impotencia, eleva como un pájaro los ojos al cielo, deja a un lado las ocupaciones del mundo y ve cómo le llaman insensato. Y así, de todas las clases de entusiasmo, éste es el más magnífico. [...] En efecto, como ya hemos dicho, toda alma humana por naturaleza ha contemplado las realidades: de otro modo no hubiese podido entrar en el cuerpo de un hombre. Pero los recuerdos de esta contemplación no se despiertan en todas las almas con la misma facilidad. Una apenas ha entrevisto las esencias. Otra, después de su caída a la tierra, ha tenido la desgracia de ser llevada a la injusticia por ciertos tratos humanos y de olvidar los sagrados misterios que había contemplado anteriormente. Sólo un pequeño número de almas conservan un recuerdo casi exacto. Estas almas, cuando ven alguna imagen de las cosas del cielo, se llenan de turbación y no pueden contenerse; pero no saben lo que experimentan, porque no pueden analizarse con precisión.

--Sin duda, la justicia, la sabiduría y todos los bienes del alma no brillan en sus imágenes terrestres; apenas la imperfección de nuestros órganos permite a un pequeño número de nosotros que en presencia de estas imágenes reconozcan el modelo que representan. Nos era dado contemplar la belleza con todo su esplendor cuando, unidos al coro de los bienaventurados, íbamos, unos siguiendo a Zeus, los otros siguiendo a otros dioses. Gozábamos entonces del más maravilloso espectáculo. Iniciados en un misterio que podemos llamar bienaventurado, lo celebrábamos, libres de la imperfección y de los males que nos esperaban después. Éramos admitidos a contemplar las esencias perfectas, simples, llenas de calma y felicidad, y las visiones irradiaban del seno de la máspura luz. Y nosotros mismos éramos puros, libres de esta tumba a la que llamamos cuerpo y que arrastramos con nosotros como la ostra arrastra su prisión.

Fedro, 249b-250c. (R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos. Edad antigua, Herder, Barcelona 1982, p.46-48).