«Respecto a nuestro problema, que puede ser denominado con buenas razones un problema silencioso y que sólo se dirige, selectivamente, a un exiguo número de oídos, tiene interés no pequeño el comprobar que en las palabras y raíces que designan 'bueno' se trasparenta todavía, de muchas formas, el matiz básico en razón del cual los nobles se sentían precisamente hombres de rango superior. Es cierto que, quizá en la mayoría de los casos, éstos se apoyan, para darse nombre, sencillamente en su superioridad de poder (se llaman 'los poderosos', 'los señores', 'los que mandan, o en el signo más visible de tal superioridad, y se llaman, por ejemplo, 'los ricos', 'los propietarios' (éste es el sentido que tiene arya; y lo mismo ocurre en el iranio y en el esclavo)». [...]
«De esta regla, es decir, de que el concepto de preeminencia política se diluye siempre en un concepto de preeminencia anímica, no constituye por el momento una excepción (aunque le da motivo para ellas) el hecho de que la casta suprema sea a la vez la casta sacerdotal y, en consecuencia, prefiera para su designación de conjunto un predicado que recuerde su función sacerdotal». [...]
«Ya se habrá adivinado que la manera sacerdotal de valorar puede desviarse muy fácilmente de la caballeresco-aristocrática y llegar luego a convertirse en su antítesis; en especial impulsa a ello toda ocasión en que la casta de los sacerdotes y la casta de los guerreros se enfrentan a causa de los celos y no quieren llegar a un acuerdo sobre el precio a pagar. Los juicios de valor caballeresco-aristocráticos tienen como presupuesto una constitución física poderosa, una salud floreciente, rica, incluso desbordante, junto con lo que condiciona el mantenimiento de la misma, es decir, la guerra, las aventuras, la caza, la danza, las peleas y, en general, todo lo que la actividad fuerte, libre, regocijada lleva consigo. La manera noble-sacerdotal de valorar tiene -lo hemos visto- otros presupuestos: ¡las cosas les van muy mal cuando aparece la guerra! Los sacerdotes son, como es sabido, los enemigos más malvados. ¿Por qué? Porque son los más impotentes».
La genealogia de la moral, Alianza, Madrid 1975, p. 35-39. |