Los espiritualismos modernos dividen el mundo y el hombre en dos series independientes, la material y la espiritual. Tan pronto aceptan como un hecho bruto la independencia de las dos series (paralelismo psicofisiológico), abandonando la materia a sus fatalidades, a condición de reservarse el derecho de legislar absolutamente en el reino del espíritu: la unión de los dos mundos queda entonces inexplicada; tan pronto niegan toda realidad al mundo material, hasta hacer de él sólo una apariencia del espíritu: la importancia de esta apariencia cobra entonces un carácter de paradoja.
Este esquema será roto desde el comienzo por el realismo personalista.
La persona inmersa en la naturaleza. El hombre, así como es espíritu, es también un cuerpo. Totalmente «cuerpo» y totalmente «espíritu». De sus instintos más primarios, comer, reproducirse, hace delicadas artes: la cocina, el arte de amar. Pero un dolor de cabeza detiene al gran filósofo, y san Juan de la Cruz, en sus éxtasis, vomitaba. Mis humores y mis ideas son modelados por el clima, la geografía, mi situación en la superficie de la tierra, mis herencias, y más allá, acaso, por el flujo masivo de los rayos cósmicos. A estas influencias se les añaden todavía las determinaciones psicológicas y colectivas posteriores. No hay en mí nada que no esté mezclado con tierra y con sangre. Algunas investigaciones han mostrado que las grandes religiones cambian por los mismos itinerarios que las grandes epidemias. ¿Por qué ofenderse por ello? Los pastores también tienen piernas, que son guiadas por los declives del terreno.
El personalismo, Eudeba, Buenos Aires 1980. p. 12. |