Sería salirnos de nuestro propósito el querer dar de la persona, al comienzo de este capítulo, una definición a priori. No se podría evitar el comprometer, con ello, estas direcciones filosóficas o religiosas de las que hemos dicho que deberían ser separadas de toda confusión, de todo sincretismo. Si se quiere una designación lo bastante rigurosa para el fin que nos proponemos, diremos que:
Una persona es un ser espiritual constituido como tal por una forma de subsistencia y de independencia en su ser, mantiene esta subsistencia mediante su adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, asimilados y vividos en un compromiso responsable y en una constante conversión; unifica así toda su actividad en la libertad y desarrolla, por añadidura, a impulsos de actos creadores, la singularidad de su vocación.
Por precisa que pretenda ser, no se puede tomar esta designación como una verdadera definición. La persona, efectivamente, siendo la presencia misma del hombre su característica última, no es susceptible de definición rigurosa. No es tampoco objeto de una experiencia espiritual pura, separada de todo trabajo de la razón y de todo dato sensible. Ella se revela, sin embargo, mediante una experiencia decisiva, propuesta a la libertad de cada uno; no la experiencia inmediata de una sustancia, sino la experiencia progresiva de una vida, la vida personal. Ninguna noción puede sustituirla. A quien al menos no se ha acercado, o ha comenzado esta experiencia, todas nuestras exigencias le son incomprensibles y cerradas. En los límites que nos fija aquí nuestro campo no podemos más que describir la vida personal, sus modos, sus caminos, y hacer una llamada a ella. Ante ciertas objeciones que se hacen al personalismo, es preciso admitir que hay gentes que son «ciegas a la persona», como otras son ciegas a la pintura o sordas a la música, con la diferencia de que éstos son ciegos responsables, en cierto grado, de su ceguera: la vida personal es, en efecto, una conquista ofrecida a todos, y una experiencia privilegiada, al menos por encima de un cierto nivel de miseria.
Digamos inmediatamente que a esta exigencia de una experiencia fundamental el personalismo añade una afirmación de valor, un acto de fe: la afirmación del valor absoluto de la persona humana. Nosotros no decimos que la persona del hombre sea el Absoluto (aunque para un creyente el Absoluto sea Persona y en el rigor del término no sea más espiritual que personal). También pedimos que se tenga cuidado de no confundir el absoluto de la persona humana con el absoluto del individuo biológico o jurídico (y pronto veremos la diferencia infinita entre uno y otro). Queremos decir que, tal como la designamos, la persona es un absoluto respecto de cualquier otra realidad material o social y de cualquier otra persona humana. Jamás puede ser considerada como parte de un todo: familia, clase, Estado, nación, humanidad. Ninguna otra persona, y con mayor razón ninguna colectividad, ningún organismo puede utilizarla legítimamente como un medio. Dios mismo, en la doctrina cristiana, respeta su libertad, aunque la vivifique desde el interior: todo el misterio teológico de la libertad y del pecado original reposa sobre esta dignidad conferida a la libre elección de la persona. Esta afirmación de valor puede ser en algunos el efecto de una decisión que no es ni más irracional ni menos rica de experiencia que cualquier otro postulado de valor. Para el cristiano, se funda sobre la creencia de fe de que el hombre está hecho a imagen de Dios, desde su constitución natural, y que está llamado a perfeccionar esta imagen en la libertad suprema de los hijos de Dios.
Si no se comienza por situar todo diálogo sobre la persona en esta zona profunda de la existencia, si nos limitamos a reivindicar las libertades públicas o los derechos de la fantasía, se adopta una posición sin resistencia profunda, ya que entonces se corre el riesgo de no defender más que privilegios del individuo, y es cierto que estos privilegios deben ceder en diversas circunstancias en beneficio de una cierta organización del orden colectivo.
Manifiesto al servicio del personalismo. Taurus, Madrid 1967, p. 75-77. |