Para comprender qué es el derecho al poder político y cuál es su verdadero origen hemos de considerar cuál es el estado en que los hombres se encuentran por naturaleza, que no es otro que un estado de perfecta libertad para ordenar sus acciones y disponer de sus pertenencias y personas según consideren conveniente, dentro de los límites impuestos por la ley natural, sin necesidad de pedir licencia ni depender de la voluntad de otra persona.
Es también un estado de igualdad, dentro del cual todo poder y toda jurisdicción son recíprocos, sin que nadie tenga más que otro, puesto que no hay nada más evidente que el que criaturas de la misma especie y rango, nacidos en total promiscuidad, para disfrutar de las mismas ventajas naturales y emplear las mismas facultades, deberían ser también iguales entre sí, sin subordinación ni sujeción alguna, a menos que el Señor y Dueño de todos ellos, mediante una declaración explícita de su voluntad, hubiera situado a alguno por encima de los demás, confiriéndole, mediante un nombramiento evidente y claro, un derecho indudable al dominio y a la soberanía. [...]
Ahora bien, pese a que se trata de un estado de libertad, ello no quiere decir que sea un estado de absoluta licencia; pues, aunque el hombre que se halla en tal estado disfruta de una libertad incontrolable para disponer de su persona o posesiones, con todo, carece de libertad para destruirse a sí mismo o cualquiera de las criaturas que le pertenecen, a menos que así lo imponga algún fin más noble que el de su mera conservación. El estado de naturaleza tiene una ley natural que lo gobierna y que obliga a todo el mundo. Y la razón, que es esa ley, enseña a todos los humanos que se molesten en consultarla que al ser todos iguales e independientes, nadie puede perjudicar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones. Pues, dado que todos los hombres son obra de un Hacedor omnipotente e infinitamente sabio, no son más que servidores de un único Señor y Soberano, puestos en el mundo por orden Suya y para su servicio, parte de su propiedad, y creados para durar mientras le plazca a Él y sólo a Él. Y al estar dotados con facultades iguales, al participar todos de una naturaleza común, no cabe suponer ningún tipo de subordinación entre nosotros que nos pueda autorizar a destruirnos mutuamente, como si estuviésemos creados para que nos utilizásemos los unos a los otros, cual es el caso de las criaturas de rango inferior. De la misma manera que cada uno está obligado a preservarse y no abandonar su puesto cuando le venga en gana, por la misma razón, cuando no está en juego su propia conservación, tiene el deber de preservar al respecto de la humanidad, tanto como pueda y, a menos que se trate de hacer justicia a alguien que sea culpable, nadie puede arrebatar ni perjudicar la vida de otro, ni privarle de nada que favorezca la conservación de la vida, la libertad, o la salud de los miembros o los bienes de otro.
Segundo ensayo sobre el gobierno civil, cap. II § 4-6 (Dos ensayos sobre el gobierno civil, Espasa Calpe, Madrid 1992, p. 205-207) |