Toda apreciación de un arte -pintura, arquitectura, música, danza, sea cual fuere la obra- requiere un cierto despego, que ha sido llamado de diversas maneras «actitud de contemplación», «actitud estética» u «objetividad» del espectador. Como señalé ya en un capítulo anterior de este libro, es parte de la tarea del artista hacer que su obra produzca esta actitud en lugar de exigir del sujeto percipiente la aportación a una estructura mental ideal. Lo que el artista establece por medio de artificios estilísticos conscientes no es en realidad la actitud del espectador -ésta es un producto secundario-, sino una relación entre la obra y el público (que lo incluye a él). Bullough llama a esta relación «distancia», y señala muy acertadamente que la «objetividad», el «despego» y las «actitudes» son completos o incompletos, es decir, perfectos o imperfectos, pero no admiten grados.
La distancia, por el contrario, admite desde luego grados y difiere no sólo de acuerdo con la naturaleza del objeto, que puede imponer un grado mayor o menor de distancia, sino que varía también de acuerdo con la capacidad individual para mantener un grado mayor o menor.
Describe (más que define) su concepto, no sin recurrir a la metáfora, pero lo bastante claramente para hacer de él un elemento filosófico:
La distancia... se obtiene al separar el objeto y su atractivo del propio yo, cortándolo de necesidades y efectos prácticos... Pero esto no significa que la relación entre el yo y el objeto se rompa hasta el extremo de ser «impersonal»... Por el contrario, describe una relación personal, con frecuencia muy matizada emotivamente, pero de un carácter peculiar. Su peculiaridad estriba en que el carácter personal de la relación ha sido filtrado, por decirlo así. Ha sido liberado de la naturaleza práctica y concreta de su atractivo... Uno de los ejemplos más conocidos se puede encontrar en nuestra actitud hacia los sucesos y personajes del drama...
Esta relación «de un carácter peculiar» es, a mi entender, nuestra relación natural con un símbolo que encarna una idea y la presenta a nuestra contemplación no para actuar prácticamente, sino «libre de la naturaleza práctica y concreta de su atractivo». Por virtud de esta separación, el arte versa enteramente sobre ilusiones, que por su falta de «naturaleza práctica y concreta» son rápidamente distanciadas como formas simbólicas. Pero el engaño -aun el cuasi engaño del «fingimiento»- tiende al efecto contrario, la mayor proximidad posible. Buscar ilusión, la creencia y la «participación del público» en el teatro, es negar que el drama sea un arte.
Hay quienes lo niegan. Hay críticos muy serios que ven su valor esencial con respecto a la sociedad, no como la clase de revelación propia del arte, sino en su función como una forma de rito, Francis Fergusson y T.S. Eliot han tratado el drama de esta manera, y varios críticos alemanes han hallado en la costumbre de aplaudir el último vestigio de la participación del público, que es en realidad el privilegio perdido del público. Hay otros que consideran el teatro, no como un templo, sino básicamente como un salón de diversión y exigen que el drama nos complazca, nos ilusione por un rato e incidentalmente nos enseñe moral y el «conocimiento del hombre».[...]
Nos encontramos aquí con dos teorías dramáticas extremas; y la teoría que sustento -que el drama es arte, un arte poético de modalidad especial, con su propia versión de la ilusión poética que gobierna todos los detalles de la obra ejecutada-, no se encuentra entre estos extremos. El drama no es ni ritual ni un negocio de espectáculos, aunque puede ocurrir dentro del marco de cualquiera de ellos; es poesía. Que no es ni una especie de circo ni una especie de iglesia.
Sentimiento y Forma, UNAM, México 1967, p. 298-300. |