Kierkegaard: el yo desligado del poder que lo sustenta

Extractos de obras

Capítulo tercero. La desesperación es «la enfermedad mortal»

Este concepto de «enfermedad mortal» exige que lo precisemos de una manera muy peculiar. Directamente significa una enfermedad cuyo fin o desenlace es la muerte. De este modo la enfermedad mortal suele tomarse como sinónimo de una enfermedad de la que se muere. Pero en este sentido no puede llamarse enfermedad mortal a la desesperación. Ya que, cristianamente, la muerte misma no es más que un tránsito a la vida.

Por lo tanto, en el sentido cristiano, no hay ninguna enfermedad terrena o corporal que sea mortal. Pues de seguro que es la muerte el último trance de la enfermedad, mas la muerte misma no es lo último. Por todo esto, para que pueda hablarse con absoluta precisión tiene que darse el caso en que lo último sea la muerte y la muerte sea lo último. Y éste es cabalmente el caso de la desesperación.

Y, sin embargo, la desesperación es la enfermedad mortal en otro sentido todavía más categórico. Porque el desesperado está infinitamente lejos de llegar a morir-entendiéndolo en el sentido directo- de esta enfermedad, o de que esta enfermedad termine con la muerte corporal. Al revés, el tormento de la desesperación consiste exactamente en no poder morirse. De esta manera la situación del desesperado tiene mucha similitud con la de un agonizante que yace en el lecho de muerte, debatiéndose con ella sin poder morirse. Así estar «mortalmente enfermo» equivale a no poder morirse, ya que la desesperación es la total ausencia de esperanzas, sin que le quede a uno ni siquiera la última esperanza, la esperanza de morir. Pues cuando la muerte es el mayor de todos los peligros, se tienen esperanzas de vida, pero cuando se llega a conocer un peligro todavía más espantoso que la muerte, entonces tiene uno esperanzas de morirse. Y cuando el peligro es tan grande que la muerte mismase convierte en esperanza, entonces tenemos la desesperación como ausencia de todas las esperanzas, incluso la de poder morirse.

En esta última acepción, es la desesperación la enfermedad mortal. Ese tormento contradictorio, esa enfermedad del yo que consiste en estar muriendo eternamente, muriendo y no muriendo, muriendo la muerte. Pues morir significa que todo ha terminado, pero morir la muerte significa que se vive el mismo morir; basta que se viva la muerte un solo momento para que se la viva eternamente. Para que el hombre muriera de desesperación, como muere de otra enfermedad cualquiera, sería necesario que lo eterno en él -el yo- pudiese morir en el mismo sentido que el cuerpo muere a causa de la enfermedad.

Pero esto es imposible. El morir de la desesperación se trasmuta constantemente en una vida. El desesperado no puede morir. «Así como el puñal no puede matar el pensamiento», así tampoco la desesperación, gusano inmortal y fuego inextinguible, puede devorar lo eterno -el yo- que es el fundamento en que aquélla radica. No obstante, la desesperación es precisamente una autodestrucción, pero impotente, incapaz de conseguir lo que ella quiere. Porque esta consunción lo que quiere es devorarse a sí misma, pero no lo consigue, y esta impotencia es una nueva forma de íntima consunción, en la cual, sin embargo, la desesperación vuelve a sentirse incapaz de conseguir lo que busca: su propia extinción. Se trata de una especial potenciación, o de la ley de la potenciación correspondiente. Tal es la fogosidad propia de la desesperación, o su incendio frío; como una carcoma característica, siempre en movimiento hacia dentro, hundiéndose más y más en la íntima consunción desapoderada e impotente. Y no es ningún consuelo para el desesperado, ni muchísimo menos, que la desesperación no le devore por completo; este consuelo es cabalmente su suplicio, y lo que mantiene la carcoma en vida y la vida en la carcoma. Porque aunque no desesperado precisamente en este aspecto, desespera con todo de que no pueda devorarse a sí mismo, de que no pueda deshacerse de sí mismo y quedar reducido a nada. Ésta es la fórmula de la especial potenciación de la desesperación, la continua subida de la fiebre en esta enfermedad del yo.

Un desesperado desespera a propósito de algo. Esto es lo que parece a primera vista, pues en seguida se muestra la verdadera desesperación, o la desesperación en su verdadera figura. Mientras el hombre desesperaba de algo lo que propiamente hacía no era otra cosa que desesperar de sí mismo, y lo que ahora quiere es deshacerse de sí mismo. Esto es lo que le pasa, por ejemplo, al ambicioso de dominio, al que tiene el lema de «césar o nada», que en cuanto no llega a ser césar se pone a desesperar sobre el particular. Pero en realidad lo que esto significa es algo distinto, a saber: que el tal sujeto, precisamente por no haber llegado a ser césar, ya no puede soportarse a sí mismo. Por lo tanto no desespera propiamente sobre el particular de no haber llegado a ser césar, sino del propio yo que no lo ha llegado a ser. Y este propio yo, que en el caso de haberse convertido en césar habría hecho las delicias de toda su vida -no por eso menos desesperada, aunque en otro sentido- este propio yo, repito, es ahora para él lo más insoportable de todo. Visto, pues, más de cerca, lo insoportable para tal sujeto no está en el hecho de no haber llegado a ser césar, sino que lo que le resulta insoportable es el propio yo que no llegó a serlo, o dicho todavía más exactamente, lo que le resulta insoportable de todo punto es el no poder deshacerse de sí mismo. Si hubiese llegado a ser césar, habría encontrado una bonita manera, aunque desesperada, de haberse deshecho de sí mismo; pero una vez que no llegó a serlo, ya no le queda sino esa desesperada impotencia de no poder deshacerse de sí mismo. Tampoco lo hubiera llegado a hacer de haberse convertido en césar, pero al menos tendría la impresión de haberse deshecho de sí mismo; en cambio, ahora, al no convertirse en césar, está desesperado de no poder destruirse a sí mismo. Por eso manifiesta tener un punto de vista muy superficial el que afirma respecto a un desesperados como si ello fuera su merecido castigo: que se está destruyendo a sí mismo. Sin duda que semejante punto de vista se debe a no haber visto nunca una persona desesperada, ni siquiera a sí mismo. Puesto que el desesperado cabalmente desespera por eso, por no poder destruirse, y esto es lo que en realidad constituye su tormento. Y es natural que no pueda destruirse, ya que la desesperación ha puesto fuego a una cosa refractaria, a algo que no puede ser pasto de las llamas, es decir: al yo.

Por tanto, desesperar de algo no es todavía la auténtica desesperación. Es el comienzo, o como cuando el médico dice de una enfermedad: todavía no se ha declarado. Una vez declarada la desesperación, uno desespera de si mismo. Aquí podemos traer el ejemplo de la muchacha que está desesperada de amor. Desespera, pues, por la pérdida de su novio, porque éste ha muerto, o porque le ha sido infiel. Pero ninguno de estossíntomas son los de una desesperación declarada; lo grave está en que la muchacha desespera de sí misma. Este propio yo del que ella se hubiera desentendido o lo hubiera dejado perder de la manera más deliciosa para convertirlo en el de «su» amado..., este propio yo, repito, le resulta ahora a ella un verdadero suplicio, ya que tiene que ser un yo sin «él». Este propio yo que hubiera podido ser la riqueza de toda su vida-en otro sentido no menos desesperado-se le ha tornado ahora un vacío repugnante, puesto que «él» ha muerto; o ha llegado a ser para ella algo que le da asco, ya que le recuerda constantemente que ha sido engañada. En esta situación, intenta acercarte a la muchacha diciéndole: «te estás consumiendo del todo»; y ella te responderá: «¡ah, qué más querría yo; pero no, mi tormento consiste precisamente en no poder consumirme del todo!»

Desesperar uno de sí mismo, querer uno desesperadamente deshacerse de sí mismo, es la fórmula de toda desesperación, de suerte que también la otra forma de desesperación: «que uno desesperadamente quiera ser sí mismo», puede resolverse en la primera, «que uno desesperadamente no quiera ser sí mismo». De la misma manera que anteriormente-véase capítulo I- resolvimos la forma: «que uno desesperadamente no quiera ser sí mismo», en la forma: «que uno desesperadamente quiera ser sí mismo». Porque un desesperado quiere desesperadamente ser sí mismo. Pero al mismo tiempo de querer esto, ¿acaso no quiere también desembarazarse de sí mismo? Desde luego, así parece al menos a primera vista; mas cuando se considera el caso más de cerca, entonces se ve que la contradicción es la misma. El yo que aquél desesperadamente quiere ser, es un yo que él no es-ya que querer ser el yo que uno es en verdad representa cabalmente todo lo contrario de la desesperación-. En una palabra, que lo que aquél quiere no es otra cosa que desligar su yo del poder que lo fundamenta. Pero en esto fracasa inevitablemente, a pesar de toda su desesperación: porque a pesar de todos los esfuerzos de la desesperación, aquel poder es más fuerte y le constriñe a ser el yo que él no quiere ser. Y de este modo siempre pretende el hombre deshacerse de sí mismo, del yo que realmente es, para llegar a ser un yo de su propia invención. Ser ese yo que él quiere -aunque en otro sentido no iba a ser menos desesperado- habría constituido para él las delicias de su vida, pero estar constreñido a ser un yo que él no quiere ser constituye su verdadero suplicio, el cual consiste en no poder desembarazarse de sí mismo.

Sócrates probaba la inmortalidad del alma por la imposibilidad de que la enfermedad propia de la misma -el pecado- la destruya; algo que no pasa con las enfermedades corporales, las cuales acaban con el cuerpo. Así también se puede demostrar muy bien lo eterno que hay en el hombre por la imposibilidad en que precisamente estriba el suplicio contradictorio de la desesperación.

Si no hubiera nada de eterno en nosotros, entonces nos sería imposible desesperarnos; mas, por otra parte, si la desesperación fuese capaz de destruir nuestra alma, entonces tampoco existiría en modo alguno la desesperación.

De esta manera es la desesperación, esta enfermedad en el propio yo. la enfermedad mortal. El desesperado es un enfermo de muerte. De esta enfermedad se puede afirmar-si bien en sentido completamente distinto al de que de ordinario tiene respecto a algunas enfermedades-que ha atacado las partes más nobles; y, sin embargo, el desesperado no puede morir. La muerte no es aquí el último trance de la enfermedad, sino que es incesantemente lo último. Es imposible quedar curado de esta enfermedad mediante la muerte, ya que aquí la enfermedad y su tormento... y la muerte consisten cabalmente en no poder morirse.

Ésta es la situación característica de la desesperación. Y por más que el desesperado logre evitar muchos de sus malos tragos, por más que el desesperado alcance su éxito completo -cosa valedera sobre todo para el caso de aquella especie de desesperación que esté ignorante de ser-en la empresa de la pérdida del propio yo, hasta haberlo perdido de tal manera que no se note para nada..., no obstante, la eternidad pondrá de manifiesto que su situación era desesperada y volverá a enclavarlo en su propio yo, con lo que el suplicio permanecerá, al serle imposible deshacerse de su yo y quedando al descubierto que lo del éxito era un ensueño. Y es natural que la eternidad actúe de esta manera, puesto que poseer un yo y ser un yo es la mayor concesión -una concesión infinita- que se le ha hecho al hombre, pero además es la exigencia que la eternidad tiene sobre él [...].

La enfermedad mortal, o la desesperación y el pecado, R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos: edad contemporánea, Herder, Barcelona 1990, p.45-50.