El problema capital de la teoría del conocimiento consiste, en efecto, en saber cómo es posible la ciencia, es decir, por qué hay orden y no desorden en las cosas. El orden existe; es un hecho. Pero, por otra parte, el desorden, que nos parece ser menos que el orden, sería, al parecer, algo de derecho. La existencia del orden resultaría, pues, un misterio que deberíamos esclarecer, en todo caso un problema a plantear. Más simplemente, desde el momento que nos comprometemos a fundamentar el orden, se le tiene por contingente, si no en las cosas, al menos a los ojos del espíritu: de una cosa que no se juzgase contingente no pediríamos explicación alguna. Si el orden no se nos apareciese como una conquista sobre algo, o como una adición a algo (que sería la «ausencia de orden»), ni el realismo antiguo habría hablado de una «materia» a la que se añadiría la Idea, ni el idealismo moderno habría propuesto una «diversidad sensible» que el entendimiento organizaría en naturaleza Es indiscutible, en efecto, que todo orden es contingente y concebido como tal. Pero, como contingente, ¿a qué hemos de referirlo?
La respuesta, a nuestro entender, no es dudosa. Un orden es contingente y se nos aparece como contingente con relación al orden inverso, como los versos son contingentes con relación a la prosa y la prosa con relación a los versos. Pero lo mismo que se dice que lo que no es prosa es verso y necesariamente concebido como verso, lo mismo que se afirma que lo que no es verso es prosa y necesariamente concebido como prosa, así toda manera de ser que no es uno de los dos órdenes es el otro y necesariamente concebido como el otro. Pero podemos no darnos cuenta de lo que concebimos y no percibir la idea realmente presente a nuestro espíritu más que a través de una bruma de estados afectivos. Nos convenceremos de ello considerando el empleo que hacemos de la idea de desorden en la vida corriente. Cuando entro en una habitación y la considero en desorden, ¿qué es lo que entiendo por esto? La posición de cada objeto se explica por los movimientos automáticos de la persona que se acuesta en la habitación o por las causas eficientes, sean las que sean, que han colocado cada mueble, cada vestido, etc., en el lugar donde están: el orden, en el segundo sentido de la palabra, es perfecto. Pero lo que yo espero es el orden del primer género, el orden que pone conscientemente en su vida una persona ordenada, en fin, el orden querido y no el automático. Llamo entonces desorden a la ausencia de este orden. En el fondo, todo lo que hay de real, de percibido e incluso de concebido en esta ausencia de uno de los dos órdenes, es la presencia del otro. Pero el segundo me es aquí indiferente, no me intereso más que por el primero, y expresa la presencia del segundo en función del primero, en lugar de expresarla, por decirlo así, en función de sí misma, diciendo que es un desorden. Inversamente, cuando declaramos que nos representamos un caos, es decir, un estado de cosas en el que el mundo físico no obedece ya a leyes, ¿en qué pensamos? Imaginamos hechos que aparecerían y desaparecerían caprichosamente. Comenzamos por pensar en el universo físico tal como lo conocemos, con efectos y causas proporcionados unos a otros; luego, por una serie de decretos arbitrarios, aumentamos, disminuimos, suprimimos, de manera que obtenemos lo que llamamos el desorden. En realidad, hemos sustituido porel querer al mecanismo de la naturaleza; hemos reemplazado el «orden automático» por una multitud de voluntades elementales, del mismo modo que nos imaginamos apariciones y desapariciones de fenómenos. Sin duda, para que todas estas pequeñas voluntades constituyesen un «orden querido», sería preciso que hubiesen aceptado la dirección de una voluntad superior. Pero mirando esto más de cerca se verá que está bien lo que hacen: nuestra voluntad está ahí y se objetiva ella misma alternativamente en cada una de estas voluntades caprichosas, teniendo buen cuidado de no enlazar lo mismo a lo mismo, de no dejar el efecto proporcional a la causa, en fin, de hacer planear sobre el conjunto de las voliciones elementales una intención simple. Así, la ausencia de uno de losdos órdenes consiste también aquí en la presencia del otro. Analizando la idea de azar, próxima pariente de la idea de desorden, se encontrarían los mismos elementos. Bien que el juego completamente mecánico de las causas que detienen la ruleta en un número me haga ganar, y, por consiguiente, que opere como hubiese hecho un buen genio cuidadoso de mis intereses, bien que la fuerza completamente mecánica del viento arranque del tejado una teja y me la lance sobre la cabeza, es decir, que actúe como hubiese hecho un mal genio conspirando contra mi persona, en los dos casos encuentro un mecanismo allí donde habría buscado, donde habría debido encontrar, sin duda alguna, una intención; esto es lo que expreso al hablar del azar. Y de un mundo anárquico, en el que los fenómenos se sucederían a medida de su capricho, diré también que es el reino del azar, entendiendo por ello que encuentro delante de mí voluntades, o mejor decretos, cuando es el mecanismo lo que yo esperaba. Así se explica el singular vaivén del espíritu cuando intenta definir el azar. Ni la causa eficiente ni la causa final pueden suministrarle la definición buscada. Oscila, incapaz de fijarse, entre la idea de una ausencia de causa final y la de una ausencia de causa eficiente, enviándole cada una de estas dos definiciones a la otra. El problema permanece insoluble, en efecto, en tanto se tiene la idea de azar por una pura idea, sin mezcla de afección. Pero, en realidad, el azar no hace más que objetivar el estado de alma de quien espera una de las dos especies de orden y encuentra la otra. Azar y desorden son, pues, concebidos necesariamente como relativos. Si se quiere representarlos como absolutos, se percibe que involuntariamente oscilamos entre las dos especies de orden, pasando a uno de ellos en el momento preciso en que nos encontrásemos extraños en el otro, ya que la pretendida ausencia de todo orden es en realidad la presencia de los dos y, además, el vaivén de un espíritu que no asienta definitivamente ni sobre el uno ni sobre el otro.
Tanto en las cosas como en nuestra representación de ellas no puede tratarse de presentar este desorden como sustrato del orden, ya que implica las dos especiesde orden y está hecho de su combinación.
Pero nuestra inteligencia va más lejos. Por un simple sic jubeo presenta un desorden que seria una «ausencia de orden». Piensa así una palabra o una yuxtaposición de palabras, pero nada más. Si trata de adecuar a la palabra una idea encontrará que el desorden puede ser muy bien la negación de un orden, pero que esta negación es entonces la constatación implícita de la presencia del orden opuesto, constatación sobre la cual cerramos los ojos, porque no nos interesa, o a la que escapamos negando a la vez el segundo orden, es decir, en el fondo, restableciendo el primero. ¿Cómo hablar, por tanto, de una diversidad incoherente que organizaría un entendimiento? Deberemos decir que se supone esta incoherencia como realizada o realizable; desde el momento que se habla de ella es porque se cree pensar en ella; ahora bien: analizando la idea efectivamente presente, no se encontrará ahí más que la decepción del espíritu ante un orden que no le interesa, o una oscilación del espíritu entre dos especies de orden, o, en fin, la representación pura y simple de la palabra vacía que hemos creado uniendo el prefijo negativo a una palabra que significaba algo. Este análisis es precisamente lo que rehusamos hacer. Lo omitimos, justamente, porque no pensamos en distinguir dos especies de orden irreductibles la una a la otra.
Decíamos, en efecto, que todo orden aparece necesariamente como contingente. Si hay dos especies de orden, esta contingencia del orden se explica: una de las formas es contingente con relación a la otra. Donde encuentro lo geométrico, lo vital es posible; donde el orden es vital, habría podido ser geométrico. Pero supongamos que el orden sea en todas partes de la misma especie y presente grados que vayan de lo geométrico a lo vital. Si un orden determinado continúa apareciéndoseme como contingente, y no puede serlo ya con relación a un orden de otro género, creeré necesariamente que el orden es contingente con relación a una ausencia de sí mismo, es decir, con relación a un estado de cosas «donde no habría orden del todo». Y este orden de cosas en el que creo pensar, como está implicado al parecer en la contingencia misma del orden, resultaun hecho indiscutible. Colocaré, pues, en lo alto de la jerarquía el orden vital; luego, como una disminución a una menos complicación de él, el orden geométrico, y, en fin, por trabajo, la ausencia de orden, la incoherencia misma, a las cuales se superpondría el orden. Por ello, la incoherencia me producirá el efecto de una palabra detrás de la cual debe haber algo, si no realizado, al menos pensado. Pero si observo que el estado de cosas implicado por la contingencia de un orden determinado es simplemente la presencia del orden contrario, y si, por esto mismo, coloco dos especies de orden inversas la una a la otra, me doy cuenta que entre los dos órdenes no podríamos imaginar grados intermedios ni descender de estos órdenes hacia lo «incoherente». O lo incoherente no es otra cosa que una palabra sin sentido o, si le doy una significación, será a condición de poner la incoherencia a mitad de camino entre los dos órdenes y no por debajo el uno del otro. No hay primero lo incoherente, luego lo geométrico y a continuación lo vital: hay simplemente lo geométrico y lo vital; luego, por un vaivén del espíritu entre uno y otro, la idea de lo incoherente. Hablar de una diversidad incoordinada a la que se sobreañade el orden es, pues, cometer una verdadera petición de principio, porque al imaginar lo incoordinado se coloca realmente un orden, o, mejor, se colocan dos.
La evolución creadora, en Obras escogidas, Traducción de José Antonio Miguez, Aguilar, México 1963, p. 638-642. |
Ver también el texto de Bergson sobre las dos clases de orden