Carta a Cristina de Lorena
Descendiendo de tales cosas más a nuestra cuestión particular, se sigue necesariamente que no habiendo querido el Espíritu Santo enseñarnos si el cielo se mueve o está inmóvil, ni si su figura tiene la forma de esfera o de disco o extendido como un plano, ni si la Tierra está ubicada en el centro del mismo o a un lado, menos habrá tenido la intención de asegurarnos de otras conclusiones del mismo género, y unidas de tal manera con las ahora mismo nombradas, que sin la decisión sobre aquéllas no se puede afirmar esta o aquella parte, como son las de decidir sobre el movimiento o inmovilidad de la Tierra y del Sol. Y si el mismo Espíritu Santo a propósito ha omitido el enseñarnos semejantes proposiciones, como nada concernientes a su intención, esto es, a nuestra salvación, ¿cómo se podrá ahora afirmar que el sostener acerca de ellas esta parte y no aquélla sea tan necesario que la una sea de Fide y la otra errónea?; ¿podrá, pues, ser una opinión herética, y que no se refiera para nada a la salvación de las almas?, o ¿podrá decirse que el Espíritu Santo no ha querido enseñarnos cosa alguna concerniente a la salvación? Yo aquí diré aquello que oí a una persona eclesiástica de muy elevado rango, esto es, que la intención del Espíritu Santo era enseñarnos cómo se va al cielo, y no cómo va el cielo. [...]
En vista de esto, y siendo, como se ha dicho, que dos verdades no pueden contradecirse, es función de los sabios intérpretes el esforzarse por encontrar los verdaderos sentidos de los pasajes sagrados, que indudablemente concordarán con aquellas conclusiones naturales de las que tuviésemos de antemano certeza y seguridad por la evidencia de los sentidos o por las demostraciones necesarias. Más aún, siendo como se ha dicho que las Escrituras por las razones aducidas admiten en muchos pasajes interpretaciones distintas del significado de las palabras y, además, no pudiendo nosotros afirmar con certeza que todos los intérpretes hablen por inspiración divina, pues, si así fuese, ninguna divergencia existiría entre ellos, acerca de los sentidos de los mismos textos, creo que se obraría muy prudentemente si no se permitiese a ninguno el comprometer los textos de la Escritura y, en cierto modo, obligarles a tener que sostener como verdaderas estas o aquellas conclusiones naturales, de las que alguna vez los sentidos y las razones demostrativas y necesarias nos pudiesen demostrar lo contrario. ¿Y quién quiere poner límites a los ingenios humanos? ¿Quién podrá afirmar que sea ya visto y sabido todo aquello que hay en el mundo de perceptible y cognoscible? ¿Tal vez aquellos que en otras ocasiones afirman (y con gran verdad) que «lo que sabemos es la mínima parte de lo que ignoramos»? Más aún todavía, si nosotros sabemos por boca del mismo Espíritu Santo que: «Dios dio el mundo al hombre para que pensara, pero el hombre no abarca la obra que Dios hizo del principio al fin», no se deberá, a mi modo de ver, haciendo caso omiso de tal sentencia, obstruir el camino al libre filosofar sobre las cosas del mundo y de la naturaleza, casi como si ellas hubiesen sido todas con seguridad comprendidas y descubiertas. No debería considerarse temerario el que alguien no se sienta satisfecho con las opiniones que han llegado a ser casi comunes, ni debería darse el que alguien se indignase porque alguno no se adhiera en las discusiones naturales a aquella opinión que a ellos les gusta, y máxime en lo que se refiere a problemas que han sido ya discutidos durante millares de años por ilustres filósofos, como es la inmovilidad del Sol y el movimiento de la Tierra, opinión defendida por Pitágoras y por toda su escuela; por Heráclides de Ponto, que fue de la misma opinión; por Filolao, maestro de Platón, y por el propio Platón, como refiere Aristóteles, y del que escribe Plutarco en la vida de Numa que el propio Platón, ya viejo, decía que era cosa del todo absurda defender otra cosa. Lo mismo fue creído por Aristarco de Samos, como encontramos en Arquímedes, por el matemático Seleucos, por el filósofo Nicera, según refiere Cicerón, y por muchos otros, y finalmente ampliada y confirmada por muchas observaciones y demostraciones por Nicolás Copérnico. Y Séneca, eminentísimo filósofo, en el libro «De cometis» nos advierte que debemos asegurarnos con muchísimo cuidado si es el cielo o la Tierra en quien reside la revolución diurna.
Y por esto, además de los artículos concernientes a la salvación y al establecimiento de la fe, contra cuya firmeza no existe el menor peligro que pueda surgir jamás una doctrina válida y eficaz, no sería tal vez sino un sabio y útil consejo el no añadir otros sin necesidad; y si es así, traería verdaderamente confusión el añadirles a petición de personas que además de que nosotros ignoramos que hablen inspiradas por la virtud celestial, claramente vemos que en ellas se podría desear aquella inteligencia que sería necesaria primero para entender, y después para impugnar las demostraciones con las que proceden las sutilísimas ciencias al probar semejantes conclusiones. Pero diría más, si me es lícito exponer mi parecer, que tal vez convendría más al decoro y a la dignidad de esas Sagradas Escrituras el procurar evitar que cualquier ligero y vulgar escritor pudiese, para conferir autoridad a sus escritos, muy a menudo fundados sobre vanas fantasías, desparramar en ellos citas de la Sagrada Escritura interpretadas o, mejor, estrujadas con sentidos tan alejados de la recta intención de esa Escritura, como cercanos a la mofa de aquellos que, no sin alguna jactancia, van haciendo ostentación de ello. Ejemplos de tal abuso se podrían traer muchos, pero me bastan dos no alejados de estas materias astronómicas. Uno de los cuales son los escritos que fueron publicados contra los planetas medíceos, recientemente descubiertos por mí, contra cuya existencia adujeron muchas citas de la Sagrada Escritura. Ahora que los planetas pueden ser vistos por todo el mundo, oiría con gusto con qué nuevas interpretaciones es explicada la Escritura por aquellos mismos oponentes, y justificada su simpleza. El otro ejemplo es del autor de un texto recientemente publicado, en el que se sostiene contra los astrónomos y los filósofos que la Luna ciertamente no recibe luz del Sol, sino que brilla por sí misma, tal imaginación se confirma en último término, o mejor dicho, se trata de confirmar con varias citas de la Escritura, las cuales le parece que no podrían salvarse si su opinión no fuese verdadera y necesaria. Sin embargo, que la Luna sea por sí misma obscura es no menos claro que el esplendor del Sol.
Por tanto, queda claro que tales autores, por no haber comprendido los verdaderos sentidos de la Escritura, la habrían, si su autoridad fuese de gran peso, puesto en la obligación de tener que obligar a otros a defender como verdaderas, conclusiones que repugnan a las razones manifiestas y a los sentidos, abuso que «líbrenos Dios» [Deus avertat] vaya tomando pie o autoridad, porque, sería necesario prohibir pronto todas las ciencias especulativas porque, siendo por naturaleza el número de los hombres poco aptos para comprender perfectamente, tanto las Sagradas Escrituras como las otras ciencias, bastante mayor que el número de los inteligentes, aquéllos, hojeando superficialmente las Escrituras se arrogarían el derecho de decidir sobre todas las cuestiones de la naturaleza, en función de alguna palabra mal entendida por ellos y dicha con otro propósito por los autores sagrados. [...]
De tales palabras me parece que puede sacarse esta enseñanza, esto es, que en los libros de los sabios de este mundo hay algunas cosas que se refieren a la naturaleza realmente demostradas, y otras simplemente son enseñadas, y que en cuanto a las primeras, es función de los sabios teólogos hacer ver que ellas no son contrarias a las Sagradas Escrituras; en cuanto a las otras, enseñadas, pero no demostradas de modo necesario, si hay algo contrario a las Sagradas Escrituras, se tiene que estimar por indudablemente falso y como tal, de todos los modos posibles, se tiene que demostrar. Si, pues, las conclusiones naturales realmente demostradas no deben subordinarse a pasajes de la Escritura, pero sí se debe aclarar con exactitud cómo tales pasajes no se oponen a esas conclusiones. Es necesario, por tanto, antes de condenar una proposición natural, hacer ver que ella no está demostrada necesariamente, y esto lo deben hacer no aquellos que la tienen por verdadera, sino aquellos que la consideran falsa; y esto parece muy razonable y conforme a la naturaleza, esto es, que mucho más fácilmente son capaces de encontrar las falacias en un discurso aquellos que lo consideran falso, que aquellos que lo consideran verdadero y concluyente; más bien, en este caso concreto, sucederá que los seguidores de esta opinión cuanto más anden analizando la cuestión, examinando los razonamientos, repitiendo las observaciones y comprobando las experiencias, tanto más se ratificarán en esa creencia.
Carta a Cristina de Lorena (Alianza, Madrid 1987, p. 72-80). |