Si, por tanto, todos los instintos orgánicos son conservadores e históricamente adquiridos, y tienden a una regresión o a una reconstrucción de lo pasado, deberemos atribuir todos los éxitos de la evolución orgánica a influencias exteriores, perturbadoras y desviantes. El ser animado elemental no habría querido transformarse desde su principio y habría repetido siempre, bajo condiciones idénticas, un solo y mismo camino vital. Pero en último término estaría siempre la historia evolutiva de nuestra Tierra y de su relación al Sol, que nos ha dejado su huella en la evolución de los organismos. Los instintos orgánicos conservadores han recibido cada una de estas forzadas transformaciones del curso vital, conservándolas para la repetición, y tienen que producir de este modo la engañadora impresión de fuerzas que tienden hacia la transformación y el progreso, siendo así que no se proponen más que alcanzar un antiguo fin por caminos tanto antiguos como nuevos. Este último fin de toda la tendencia orgánica podría también ser indicado. El que el fin de la vida fuera un estado no alcanzado nunca anteriormente estaría en contradicción con la Naturaleza, conservadora de los instintos. Dicho fin tiene más bien que ser un estado antiguo, un estado de partida, que lo animado abandonó alguna vez y hacia lo que tiende por todos los rodeos de la evolución. Si como experiencia, sin excepción alguna, tenemos que aceptar que todo lo viviente muere por fundamentos internos, volviendo a lo inorgánico, podremos decir: La meta de toda vida es la muerte. Y con igual fundamento: Lo inanimado era antes que lo animado.
Más allá del principio del placer, en Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid 1967, vol. I, p. 1112. |