En cuarto lugar, puesto que vemos que la Tierra no está sostenida por columnas, ni suspendida en el aire por maromas, sino que en todos sentidos está rodeada de un Cielo muy fluido, consideremos que está en reposo, y que no tiene propensión alguna al movimiento ya que lo advertimos en ella; pero no creamos también que esto pueda evitar que sea transportada por el curso del Cielo, ni deje de seguir el movimiento de aquél, permaneciendo inmóvil, sin embargo; así como un barco, no impulsado por el viento ni por remos ni retenido por las anclas, permanece quieto en medio del mar, aunque acaso el flujo o reflujo de esta ingente masa de agua lo transporte insensiblemente consigo. [...]
Después de haber quitado por estos razonamientos todos los escrúpulos que puede haber en lo referente al movimiento de la Tierra, pensemos que la materia celeste en donde se encuentran los planetas gira toda incesantemente, como si fuese un torbellino que tuviese por centro el Sol, y que aquellas de sus partes más próximas al Sol se mueven más de prisa que las más alejadas, y que todos los planetas (en el número de los cuales se encuentra la Tierra) permanecen siempre suspendidos entre las mismas partes de esta materia celeste. [...] Del mismo modo que en los recodos de los ríos, en donde el agua se repliega sobre sí misma formando un remolino, si algunas aristas flotan en esta agua, se ve que las transporta, y las hace girar consigo, y que aun entre estas aristas hay algunas que también giran alrededor de su propio centro, y que las más próximas al centro del torbellino que las contiene terminan su vuelta antes que las que están más distantes, y por último, que aunque estos torbellinos de agua afecten siempre moverse circularmente no describen casi nunca círculos completamente perfectos [...], así se puede fácilmente imaginar que esto mismo se verifica en los planetas, y no hay necesidad de otra cosa para explicar todos sus fenómenos.
Los principios de la filosofía, III, 26, 30 (Reus, Madrid 1925, p. 122-125). |