Descartes: el conocimiento de las cosas externas

Extractos de obras

Sólo me queda por examinar si hay cosas materiales. Y ya sé que puede haberlas, al menos, en cuanto se las considera como objetos de la pura matemática, puesto que de tal suerte las concibo clara y distintamente. Pues no es dudoso que Dios pueda producir todas las cosas que soy capaz de concebir con distinción; y nunca he juzgado que le fuera imposible hacer una cosa, a no ser que ésta repugnase por completo a una concepción distinta. Además, la facultad de imaginar que hay en mí, y que yo uso, según veo por experiencia, cuando me ocupo en la consideración de las cosas materiales, es capaz de convencerme de su existencia; pues cuando considero atentamente lo que sea la imaginación, hallo que no es sino cierta aplicación de la facultad cognoscitiva al cuerpo que le está íntimamente presente, y que, por tanto, existe.

Y para manifestar esto con mayor claridad, advertiré primero la diferencia que hay entre imaginación y la pura intelección o concepción. Por ejemplo: cuando imagino un triángulo, no lo entiendo sólo como figura compuesta de tres líneas, sino que, además, considero esas tres líneas como presentes en mí, en virtud de la fuerza interior de mi espíritu: y a esto, propiamente, llamo «imaginar». Si quiero pensar en un quiliógono, entiendo que es una figura de mil lados tan fácilmente como entiendo que un triángulo es una figura que consta de tres; pero no puedo imaginar los mil lados de un quiliógono como hago con los tres del triángulo, ni, por decirlo así, contemplarlos como presentes con los ojos de mi espíritu. Y si bien, siguiendo el hábito que tengo de usar siempre de mi imaginación, cuando pienso en las cosas corpóreas, es cierto que al concebir un quiliógono me represento confusamente cierta figura, es sin embargo evidente que dicha figura no es un quiliógono, puesto que en nada difiere de la que me representaría si pensase en un miriágono, o en cualquier otra figura de muchos lados, y de nada sirve para descubrir las propiedades por las que el quiliógono difiere de los demás polígonos. Mas si se trata de un pentágono, es bien cierto que puedo entender su figura, como la de un quiliógono, sin recurrir a la imaginación; pero también puedo imaginarla aplicando la fuerza de mi espíritu a sus cinco lados, y a un tiempo al espacio o área que encierran. Así conozco claramente que necesito, para imaginar, una peculiar tensión del ánimo, de la que no hago uso para entender o concebir; y esa peculiar tensión del ánimo muestra claramente la diferencia entre la imaginación y la pura intelección o concepción.[...]

En primer lugar, puesto que ya sé que todas las cosas que concibo clara y distintamente pueden ser producidas por Dios tal y como las concibo, me basta con poder concebir clara y distintamente una cosa sin otra, para estar seguro de que la una es diferente de la otra, ya que, al menos en virtud de la omnipotencia de Dios, pueden darse separadamente, y entonces ya no importa cuál sea la potencia que produzca esa separación, para que me sea forzoso estimarlas como diferentes. Por lo tanto, como sé de cierto que existo, y, sin embargo, no advierto que convenga necesariamente a mi naturaleza o esencia otra cosa que ser cosa pensante, concluyo rectamente que mi esencia consiste sólo en ser una cosa que piensa, o una sustancia cuya esencia o naturaleza toda consiste sólo en pensar. Y aunque acaso [o mejor, con toda seguridad, como diré enseguida] tengo un cuerpo al que estoy estrechamente unido, con todo, puesto que, por una parte, tengo una idea clara y distinta de mí mismo, en cuanto que yo soy sólo una cosa que piensa -y no extensa-, y, por otra parte, tengo una idea distinta del cuerpo, en cuanto que él es sólo una cosa extensa -y no pensante-, es cierto entonces que ese yo [es decir, mi alma, por la cual soy lo que soy], es enteramente distinto de mi cuerpo, y que puede existir sin él.

Además, encuentro en mí ciertas facultades de pensar especiales y distintas de mí, como las de imaginar y sentir, sin las cuales puedo muy bien concebirme por completo, clara y distintamente, pero, en cambio, ellas no pueden concebirse sin mí, es decir, sin una sustancia inteligente en la que están ínsitas. Pues la noción que tenemos de dichas facultades, o sea [para hablar en términos de la escuela], su concepto formal, incluye de algún modo la intelección: por donde concibo que las tales son distintas de mí; así como las figuras, los movimientos, y demás modos o accidentes de los cuerpos, son distintos de los cuerpos mismos que los soportan.

También reconozco haber en mí otras facultades, como cambiar de sitio, de postura, y otras semejantes, que, como las precedentes, tampoco pueden concebirse sin alguna sustancia en la que estén ínsitas, ni, por consiguiente, pueden existir sin ella; pero es evidente que tales facultades, si en verdad existen, deben estar ínsitas en una sustancia corpórea, o sea, extensa, y no en una sustancia inteligente, puesto que en su concepto claro y distinto está contenida de algún modo la extensión, pero no la intelección. Hay, además, en mí cierta facultad pasiva de sentir, esto es, de recibir y reconocer las ideas de las cosas sensibles; pero esa facultad me sería inútil y ningún uso podría hacer de ella, si no hubiese, en mí, o en algún otro, una facultad activa, capaz de formar y producir dichas ideas. Ahora bien: esta facultad activa no puede estar en mí en tanto que yo no soy más que una cosa que piensa, pues no presupone mi pensamiento, y además aquellas ideas se me representan a menudo sin que yo contribuya en modo alguno a ello, y hasta a despecho de mi voluntad; por lo tanto, debe estar necesariamente en una sustancia distinta de mí mismo, en la cual esté contenida formal o eminentemente [como he observado más arriba] toda la realidad que está objetivamente en las ideas que dicha facultad produce. Y esa sustancia será, o bien un cuerpo [es decir, una naturaleza corpórea, en la que está contenido formal y efectivamente todo lo que está en las ideas objetivamente o por representación], o bien Dios mismo, o alguna otra criatura más noble que el cuerpo, en donde esté contenido eminentemente eso mismo.

Pues bien: no siendo Dios falaz, es del todo manifiesto que no me envía esas ideas inmediatamente por sí mismo, ni tampoco por la mediación de alguna criatura, en la cual la realidad de dichas ideas no esté contenida formalmente, sino sólo eminentemente. Pues, no habiéndome dado ninguna facultad para conocer que eso es así [sino, por el contrario, una fortísima inclinación a creer que las ideas son enviadas por las cosas corpóreas], mal se entendería cómo puede no ser falaz, si en efecto esas ideas fuesen producidas por otras causas diversas de las cosas corpóreas. Y, por lo tanto, debe reconocerse que existen cosas corpóreas.

Sin embargo, acaso no sean tal y como las percibimos por medio de los sentidos, pues este modo de percibir es a menudo oscuro y confuso; empero, hay que reconocer, al menos, que todas las cosas que entiendo con claridad y distinción, es decir -hablando en general-, todas las cosas que son objeto de la geometría especulativa, están realmente en los cuerpos. Y por lo que atañe a las demás cosas que, o bien son sólo particulares [por ejemplo, que el sol tenga tal tamaño y tal figura], o bien son concebidas con menor claridad y distinción [como la luz, el sonido, el dolor, y otras semejantes], es verdad que, aun siendo muy dudosas e inciertas, con todo eso, creo poder concluir que poseo todos los medios para conocerlas con certeza, supuesto que Dios no es falaz, y que, por consiguiente, no ha podido ocurrir que exista alguna falsedad en mis opiniones sin que me haya sido otorgada a la vez alguna facultad para corregirla.

Y, en primer lugar, no es dudoso que algo de verdad hay en todo lo que la naturaleza me enseña, pues por «naturaleza», considerada en general, no entiendo ahora otra cosa que Dios mismo, o el orden dispuesto por Dios en las cosas creadas, y por «mi» naturaleza, en particular, no entiendo otra cosa que la ordenada trabazón que en mí guardan todas las cosas que Dios me ha otorgado.

Pues bien: lo que esa naturaleza me enseña más expresamente es que tengo un cuerpo, que se halla indispuesto cuando siento dolor, y que necesita comer o beber cuando siento hambre o sed, etcétera. Y, por tanto, no debo dudar de que hay en ello algo de verdad.

Me enseña también la naturaleza, mediante esas sensaciones de dolor, hambre, sed, etcétera, que yo no sólo estoy en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino que estoy tan íntimamente unido y como mezclado con él, que es como si formásemos una sola cosa. Pues si ello no fuera así, no sentiría yo dolor cuando mi cuerpo está herido, pues no soy sino una cosa que piensa, y percibiría esa herida con el solo entendimiento, como un piloto percibe, por medio de la vista, que algo se rompe en su nave; y cuando mi cuerpo necesita beber o comer, lo entendería yo sin más, no avisándome de ello sensaciones confusas de hambre y sed. Pues, en efecto, tales sentimientos de hambre, sed, dolor, etcétera, no son sino ciertos modos confusos de pensar, nacidos de esa unión y especie de mezcla del espíritu con el cuerpo, y dependientes de ella.

Además de esto, la naturaleza me enseña que existen otros cuerpos en torno al mío, de los que debo perseguir algunos, y evitar otros. Y, ciertamente, en virtud de sentir yo diferentes especies de colores, olores, sabores, sonidos, calor, dureza, etcétera, concluyo con razón que, en los cuerpos de donde proceden tales diversas percepciones de los sentidos, existen las correspondientes diversidades, aunque acaso no haya semejanza entre éstas y aquéllas. Asimismo, por serme agradables algunas de esas percepciones, y otras desagradables, infiero con certeza que mi cuerpo [o, por mejor decir, yo mismo, en cuanto que estoy compuesto de cuerpo y alma] puede recibir ventajas e inconvenientes varios de los demás cuerpos que lo circundan.

Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, Meditación sexta (Alfaguara, Madrid 1977, p. 61-62 y 65- 68).