Relevantes éticas de nuestro momento -la «justicia como imparcialidad» de Rawls o la ética discursiva- son deontológicas y, a fuer de deontológicas, procedimentales, porque una concepción democrática de la justicia, que tiene por clave la mentada libertad legal («yo no puedo obedecer más leyes que aquéllas a las que podría dar mi consentimiento»), no puede sino señalar los procedimientos que deben seguirse para llegar a resultados justos: deben señalarse las normas mínimas para la justicia.
Obviamente, los procedimientos mínimos no son axiológicamente neutrales, sino que cobran su sentido de poner en marcha -como hemos dicho- la igual autonomía de los ciudadanos, y precisan para llevarse a cabo una constelación de valores, tales como la solidaridad, la tolerancia, la preferencia por los débiles. Pero estos valores no configuran una teoría moral de la bueno, sino una concepción procedimental de lo justo. Y menester es reconocer que liberales como Rawls se han prestado a disolver el liberalismo en el procedimiento democrático, ya que el principio liberal de igual libertad sólo puede encarnarse en tales procedimientos.
Considerando esta opción de convertir el liberalismo en un procedimentalismo democrático, me pregunto si la situación del socialismo «tras el diluvio» no es semejante, ya que dice consistir en la profundización en la democracia. En cuyo caso habría rebajado las aspiraciones de convertirse en teoría moral, nacidas con el marxismo y el anarquismo, quedando -como el liberalismo rawlsiano- en concepción moral, que alumbra los procedimientos que deben seguir una comunidad política para llegar a normas justas de connivencia. No habría, pues , un modelo socialista de hombres, una teoría socialista - o varias- de la naturaleza humana ni del modo en que los hombre alcanzan su felicidad. Las ideologías sociopolíticas serían sólo diseños de procedimientos de justicia.
Claro que entonces sería necesario todavía mostrar en qué difieren los procedimientos liberales de los socialistas, a la hora de intentar hacerse cargo de la democracia de unos y otros de forma privilegiada. Y se me ocurre si en eñe terreno filosófico no es Rawls quien más ha hecho por el procedimiento liberal con su «justicia domo imparcialidad», y Apel y Habermas por el procedimiento socialista con su ética discursiva; aunque haya quienes tienen al primero por socialista y a los segundos por socialdemócratas.
¿Es, pues, el socialismo en nuestros días un procedimentalismo, amparado por valores en buena medida compartidos con otras opciones? ¿Es verdad que para motivar potenciales militantes y votantes no cuenta ya, no digo con y una filosofía de la historia, sino ni siquiera con una mínima concepción del hombre, con una mínima y atractiva antropología?
Otro recurso queda obviamente, que es el de seguir hablando como en los viejos tiempos: el de sacra al Cid después de muerto para mantener un cierto fervor en las huestes de militantes y votantes. Pero tales militantes y votantes son entonces dogmáticos, es decir, se mueven por las declaraciones de los partidos, no por sus comportamientos, y el socialismo se convierte en la última de las posibilidades antes mencionadas: la de ser un instrumento en manos del poder político.
¿Es, pues, el socialismo una teoría moral sobre lo bueno, sobre la felicidad comunitaria e individual? ¿Una concepción procedimental sobre lo justo, que no busca sino ofrecer procedimientos más adecuados al ideal democrático que los procedimientos liberales? ¿Una ideología llamada a recaudar votos de los electores dogmáticos?
A. Cortina, Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid 1993, p. 69-70. |