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En un sentido amplio, designa el cometido fundamental de la Iglesia como sacramento universal de salvación. En sentido estricto es la proclamación del evangelio y la fundación de nuevas comunidades entre personas que todavía no pertenecen a la Iglesia. Fue en la edad moderna cuando los esfuerzos misioneros de la Iglesia alcanzaron una dimensión planetaria. Así, en los siglos XVI-XVIII la misión se encuentra por completo bajo el signo eclesiástico y político del patronato español y portugués. Ya a partir de 1830 y hasta el presente, la misión es un asunto exclusivamente eclesiástico. El nuevo concepto de misión lo elabora el Vaticano II y señala como meta “la evangelización e implantación de la Iglesia en los pueblos o grupos en que todavía no está enraizada” (AG 6). Hoy ya no basta la idea de que la misión solo ha de ser un diálogo con las culturas. Junto al concepto de conversión a la fe y de implantación de la Iglesia está el de evangelización: la Iglesia ha de llenar el mundo con el espíritu del evangelio y darle los rasgos del reino de Dios. El fin de la misión no es eclesiológico sino escatológico.