Yo percibo que los fenómenos se siguen unos de otros, es decir, que el estado de las cosas en un tiempo es opuesto al estado anterior. En realidad, lo que hago es, pues, enlazar dos percepciones en el tiempo. Ahora bien, el enlace no es obra del simple sentido y de la intuición, sino que es, en este caso, producto de una facultad sintética de la imaginación, la cual determina el sentido interno con respecto a la relación temporal. Pero la imaginación puede ligar los dos mencionados estados de dos formas distintas, de modo que sea uno o el otro el que preceda en el tiempo. En efecto, no podemos percibir el tiempo en sí mismo, como no podemos determinar en el objeto, empíricamente, por así decirlo, lo que precede y lo que sigue. De lo único que tengo, pues, conciencia es de que mi imaginación pone una cosa antes y la otra después, no de que un estado preceda al otro en el objeto. O, en otras palabras, con la mera percepción queda sin determinar cuál sea la relación objetiva de los fenómenos que se suceden unos a otros. Para que ésta sea conocida de forma determinada, tenemos que pensar de tal forma la relación entre ambos estados, que quede determinado necesariamente cuál es el estado que hemos de poner antes, cuál el que hemos de poner después y que no los hemos de poner a la inversa. Pero un concepto que conlleve la necesidad de unidad sintética no puede ser más que un concepto puro del entendimiento, un concepto que no se halla en la percepción y que es, en este caso, el de la relación de causa y efecto. El primero de estos términos determina el segundo en el tiempo como consecuencia, no como algo que sólo pueda preceder en la imaginación (o que pueda incluso no ser percibido en absoluto). Consiguientemente la misma experiencia, es decir, el conocimiento empírico de los fenómenos, sólo es posible gracias a que sometemos la sucesión de los mismos y, consiguientemente, todo cambio, a la ley de la causalidad. Los fenómenos sólo son, pues, posibles, considerados como objetos de la experiencia, en virtud de esta misma ley.
Crítica de la razón pura, B 234 (Alfaguara, Madrid 1988, 6ª ed., p. 221-222). |