Hesíodo: primera versión de los orígenes

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Extractos de obras

primera versión de los orígenes

Luego que Zeus expulsó del cielo a los Titanes, gigantes que quisieron asaltar el cielo, la monstruosa Gea, tierra, concibió su hijo más joven, Tifón, huracán, en abrazo amoroso con Tártaro, infierno, preparado por la dorada Afrodita, diosa del amor. Sus brazos se ocupaban en obras de fuerza e incansables eran los pies del violento dios. De sus hombros salían cien cabezas de serpiente, de terrible dragón, adardeando con sus negras lenguas. De los ojos existentes en las prodigiosas cabezas brotaba ardiente fuego cuando miraba.

Tonos de voz había en aquellas terribles cabezas que dejaban salir un lenguaje variado y fantástico. Unas veces emitían articulaciones como para entenderse con dioses, otras un sonido con la fuerza de un toro de potente mugido, bravo e indómito, otras de un león de salvaje furia, otras igual que los cachorros, maravilla oírlo, y otras silbaba y le hacían eco las montañas.

Y tal vez hubiera realizado una hazaña casi imposible aquel día y hubiera reinado entre mortales e inmortales, de no haber sido tan penetrante la inteligencia del padre de hombres y dioses. Tronó recientemente y con fuerza y por todas partes resonó la tierra, el ancho cielo arriba, el ponto, las corrientes del Océano y los abismos de la tierra. Se tambaleaba el alto Olimpo bajo sus inmortales pies cuando se levantó el soberano y gemía lastimosamente la tierra.

Un ardiente bochorno se apoderó del ponto de azulados reflejos, producido por ambos y por el trueno, el relámpago, el fuego vomitado por el monstruo, los huracanados vientos y el fulminante rayo. Hervía la tierra entera, el cielo y el mar. Enormes olas se precipitaban sobre las costas por todo alrededor bajo el ímpetu de los Inmortales y se originó una conmoción infinita. Temblaba Hades, señor de los muertos que habitan bajo la tierra, y los Titanes que, sumergidos en el Tártaro, lo más profundo del infierno, rodean a Cronos, dios padre de Zeus, a causa del incesante estruendo y la horrible batalla.

Zeus, después de concentrar toda su fuerza y coger sus armas, el trueno, el relámpago y el flameante rayo, le golpeó saltando desde el Olimpo y envolvió en llamas todas las prodigiosas cabezas del terrible monstruo. Luego que le venció fustigándole con sus golpes, cayó aquél de rodillas y gimió la monstruosa tierra. Fulminado el dios, una violenta llamarada surgió de él cuando cayó entre los oscuros e inaccesibles barrancos de la montaña.

Gran parte de la monstruosa tierra ardía con terrible humareda y se fundía igual que el estaño cuando por arte de los hombres se calienta en el bien horadado crisol o el hierro que es mucho más resistente, cuando se le somete al calor del fuego en los barrancos de las montañas, se funde en el suelo divino por obra de Hefesto, dios del fuego hijo de Zeus y de Hera; así entonces se fundía la tierra con la llama del ardiente fuego. Y le hundió, irritado de corazón, en el ancho Tártaro.

Son hijos de Tifón los recios vientos de húmedo soplo, menos Noto, viento del sur portador de la lluvia, Bóreas, viento del norte, Argesteo, viento del este, y Céfiro, viento suave y apacible del poniente. Estos descienden de los dioses y son de gran utilidad para los mortales. Las demás brisas soplan caprichosamente sobre el mar: unas dejándose caer en el ponto sombrío, azote terrible para los mortales, se precipitan en funesto vendaval y, unas veces en un lugar, otras en otro, con sus ráfagas destruyen las naves y hacen perecer a los navegantes. No hay escape del mal para los hombres que se topan con ellas en el ponto. Otras en cambio, a lo largo de la tierra sin límite cubierta de flores, arrasan los deliciosos campos de los hombres nacidos en el suelo, llenándolos de polvo y de atroz confusión.

Luego que los dioses bienaventurados terminaron sus fatigas y por la fuerza decidieron con los Titanes sus privilegios, ya entonces por indicación de Gea animaron a Zeus Olímpico de amplia mirada para que reinara y fuera soberano de los Inmortales. Y él les distribuyó bien las dignidades.

Teogonía, 820-885, en Hesíodo, Obras y fragmentos,Gredos, Madrid 1990, p. 107-109.