Y tras esto, viniendo a mí propio e indagando cuáles son mis errores [...], hallo que dependen del concurso de dos causas, a saber: de mi facultad de conocer y de mi facultad de elegir -o sea, mi libre albedrío-; esto es, de mi entendimiento y de mi voluntad. Pues, por medio del solo entendimiento, yo no afirmo ni niego cosa alguna, sino que sólo concibo las ideas de las cosas que puedo afirmar o negar. Pues bien, considerándolo precisamente así, puede decirse que en él nunca hay error [...] Tampoco puedo quejarme de que Dios no me haya dado un libre arbitrio, o sea, una voluntad lo bastante amplia y perfecta, pues claramente siento que no está circunscrita por límite alguno. [...] Sólo la voluntad o libertad de arbitrio siento ser en mí tan grande, que no concibo la idea de ninguna otra que sea mayor: de manera que ella es la que, principalmente, me hace saber que guardo con Dios cierta relación de imagen y semejanza. [...] Pues consiste sólo en que podemos hacer o no hacer una cosa (esto es: afirmar o negar: pretender algo o evitarlo); o, por mejor decir, consiste sólo en que, al afirmar o negar, y al pretender o evitar las cosas que el entendimiento nos propone, obramos de manera no constreñida por ninguna fuerza exterior. Ya que, para ser libre, no es requisito necesario que me sean indiferentes los dos términos opuestos de mi elección; ocurre más bien que, cuanto más propendo a uno de ellos -sea porque conozco con certeza que en él están el bien y la verdad, sea porque Dios dispone así el interior de mi pensamiento- tanto más libremente escojo. [...]
Por todo ello, reconozco que no son causa de mis errores ni el poder de querer por sí mismo, que he recibido de Dios y es amplísimo y perfectísimo en su género, ni tampoco el poder de entender, pues como lo concibo todo mediante esta potencia que Dios me ha dado para entender, sin duda todo cuanto concibo lo concibo rectamente, y no es posible que en esto me engañe.
¿De dónde nacen pues, mis errores? Sólo de esto: que, siendo la voluntad más amplia que el entendimiento, no la contengo dentro de los mismos límites que éste, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo, y, siendo indiferente a éstas, se extravía con facilidad, y escoge el mal en vez del bien, o lo falso en vez de lo verdadero. Y ello hace que me engañe y peque.
Meditación cuarta (Alfaguara, Madrid 1977, p. 47-49). |