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Es imposible dedicar unas páginas al pensamiento del Renacimiento español sin detenernos antes en uno de los fenómenos más característicos de nuestra cultura: la existencia de una importantísima corriente mística que tuvo su momento de máximo esplendor en la segunda mitad del siglo XVI. Al tratar el tema, el primer problema que surge, y que inevitablemente ha sido planteado una y otra vez, es el de si el misticismo es filosofía y, en consecuencia, si debe o no ser estudiado dentro de una historia de la filosofía española.
Por nuestra parte estamos convencidos de que la mística puede estudiarse desde la actividad filosófica y como una variedad muy característica y peculiar de la misma. Los místicos parten de una cierta concepción del mundo que incluye presupuestos filosóficos de la máxima importancia, y su misma actividad tiende a apuntalar dicha concepción, en otras ocasiones a modificarla y casi siempre a perfilarla en determinados sentidos. Estamos, por tanto, plenamente de acuerdo con Menéndez Pelayo, cuando se expresa en estos términos: «El místico, si es ortodoxo, acepta esta teología [la católica], la da por supuesto y base de todas sus especulaciones, pero llega más adelante: aspira a la posesión de Dios por unión de amor y procede como si Dios y el alma estuviesen solos en el mundo. Este es el misticismo como estado del alma, y su virtud es tan poderosa y fecunda que de él nacen una teología mística y una ontología mística en que el espíritu, iluminado por la llamada de amor, columbra perfecciones y atributos del ser al que el seco razonamiento no llega; y una psicología mística que descubre y persigue hasta las últimas raíces del amor propio y de los afectos humanos, y una poesía mística que no es más que la traducción en forma de arte de todas estas teologías y filosofías animadas por el sentimiento personal y vivo del poeta que canta sus espirituales amores».
Esta actitud, mantenida por nuestro polígrafo en 1881, es la misma que hoy mantienen otros estudiosos del misticismo. Entonces aludía Menéndez Pelayo a la metafísica o filosofía primera que inspiraba al místico, a todas luces distinta -decía- de la que sirve de base a la teología dogmática; hoy, un estudioso del alma -Ángel L. Cilveti- viene a defender lo mismo cuando dice que «el místico desciende al plano del filósofo, el psicólogo, el teólogo y el crítico literario», porque es evidente que en «las obras de los místicos abundan expresiones de matiz filosófico (la cosas son nada, el tiempo es ilusión), psicológico (sentido, alma, espíritu), teológico (gracia, virtud), poético (fondo del alma, esponsales)». El problema filosófico fundamental que destaca Cilveti es el del valor objetivo de la experiencia de unión que contiene la afirmación de la existencia de Dios como realidad distinta al sujeto que la concibe. En esta afirmación el criterio de objetividad es la «certidumbre» del místico («en ninguna manera puede dudar [el alma] que estuvo en Dios y Dios en ella», dice Santa Teresa), lo cual plantea otro problema filosófico: el del criterio de verdad. Por otro lado, también señala Cilveti el hecho de que en los místicos cristianos la experiencia de unión del alma con Dios se realiza por semejanza y no por identidad, como en el caso de los místicos hindúes, de modo que, en aquéllos, Dios y el alma conservan su individualidad de acuerdo con el Misterio de la Trinidad. Para Cilveti está operando en ambos casos todo el trasfondo filosófico de la cultura y de la tradición en que vive el místico y de la cual difícilmente llega a sustraerse.
El misticismo supone, pues, toda una filosofía y hasta una metafísica, en la cual había que distinguir lo propiamente filosófico del misticismo en cuanto tal y lo que lleva adherido de la tradición cultural en que surge o se manifiesta.
Historia del pensamiento español. De Séneca a nuestros días, Espasa, Madrid 1996, p. 245-246. |