Hace ya mucho tiempo, se observó que el hombre considerado morfológicamente constituye, por así decirlo, un caso excepcional. En los demás casos, los progresos de la naturaleza consisten en la especialización orgánica de sus especies, o sea, en la formación de adaptaciones naturales, cada vez más eficaces, a determinados ambientes. Gracias a su constitución específica, un organismo animal «se mantiene» en una multitud de condiciones a las cuales está «ajustado» sin que vayamos a preguntar aquí cómo se produjo esta armonía. Ahora bien, si se considera al ser humano teóricamente, adviértense algunas características que enumeraremos.
1. Está «orgánicamente desvalido», sin armas naturales, sin órganos de ataque, defensa o huida, con sentidos de una eficacia no muy significativa; los órganos especializados de los animales superan con creces cada uno de nuestros sentidos. No está revestido de pelaje ni preparado para la intemperie, y ni siquiera muchos siglos de auto observación le han aclarado si en verdad posee instintos, y cuales son. Esto se comprobó hace mucho tiempo; lo señalaron tanto Herder (1772) como Kant (1784). [...] Esta «retardación», a la cual le debe el hombre un exterior como quien dice embrionario, es un elemento aclaratorio sumamente valioso, porque permite comprender también otras propiedades humanas, sobre todo el período desproporcionadamente largo de desarrollo, la prolongada etapa de desvalimiento del niño, la tardía maduración sexual, etc. Todas estas características se engloban bajo el concepto de «falta de especialización», que justifica el describir y comparar al hombre en oposición al animal. [...]
2. Adondequiera que miremos, vemos al ser humano propagado por toda la tierra y sojuzgando cada vez más la naturaleza, a pesar de su desvalimiento físico. No es posible indicar un «ambiente», una suma de condiciones naturales y originarias indispensables para que el hombre pueda vivir, sino que lo vemos «conservarse» en todas partes: en el polo y en el ecuador, en el agua y en la tierra, en el bosque, en el pantano, la montaña y la estepa. Vive como «ser cultural», es decir, de los productos de su actividad previsora, planificada y mancomunada, que le permite procurarse, transformando previsora y activamente, conjuntos muy diversos de condiciones naturales. De ahí que se pueda llamar esfera cultural a la respectiva suma de condiciones iniciales modificadas por su actividad, en las cuales sólo el hombre vive y puede vivir. Por eso, algunas técnicas de obtención y elaboración de alimentos; algunas armas, actividades y medidas comunes organizadas para protegerse de enemigos, de la intemperie, etc., forman parte del haber cultural aún de las civilizaciones más rudimentarias, y en rigor no hay hombres propiamente «primitivos», esto es, sin ningún grado de cultura.
Los productos de esta actividad planificada y transformadora, incluidos los respectivos materiales y recursos intelectuales -ideas, imágenes-, deben contarse entre las condiciones de vida físicas del hombre, enunciado que no rige para ningún animal. Las construcciones del castor, los nidos de las aves, etc., nunca están planificadas de antemano, sino que resultan de actividades puramente instintivas. De ahí que llamar al hombre Prometeo tenga un sentido exacto y razonable. [...]
Así pues, el hombre es un «ser carencial» orgánicamente (Herder), no apto para vivir en ningún ambiente natural, de modo que debe empezar por fabricarse una segunda naturaleza, un mundo substitutivo elaborado y adaptado artificialmente que compense su deficiente equipamiento orgánico. Esto es lo que hace dondequiera que lo vemos. Vive, como quien dice, en una naturaleza artificialmente convertida por él en inofensiva, manejable y útil a su vida, que es justamente la esfera cultural. También se puede decir que él se ve biológicamente obligado a dominar la naturaleza.
Antropología filosófica, Paidós, Barcelona 1993, p.63-66. |