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Es una convicción generalizada en el mundo antiguo que el nombre no es meramente una designación externa sino el modo de hacer presentes la esencia y función de la persona nominada. De ahí que en la Biblia tengan un papel importante los nombres de Dios. Mientras los babilonios llegaban a dar hasta 50 nombres a Marduk, su dios supremo, los cananeos mantenían oculto el nombre de sus divinidades bajo el término genérico de Baal. Entre los israelitas, Dios mismo digna a nombrarse. En el Antiguo Testamento aparecen diversos nombres: ‘el (el fuerte, el señor), ‘elohim (plural de intensidad, expresión del poder divino), ‘adonai (señor), melek (rey). Pero es sobre todo Yahvé el nombre que designa específicamente el ser de Dios. A la revelación que hizo Dios de su nombre en el Antiguo Testamento corresponde en el Nuevo Testamento la revelación por la que Jesús da a conocer a sus discípulos el nombre de su Padre. Él mismo se manifiesta como el Hijo y por tanto con este nombre está expresando más profundamente que el ser de Dios es el de ser Padre, paternidad de Jesús que se extiende a todos.