§ 60. Las leyes fundamentales de la intencionalidad y la función universal de la evidencia
Ya mencionamos antes que el acto de darse las cosas mismas, como cualquier vivencia intencional singular, es una función en el contexto universal de la conciencia. Su operación no está, pues, conclusa en su singularidad; tampoco lo está como acto de darse las cosas mismas, como evidencia, por cuanto su intencionalidad propia puede implícitamente «exigir» ulteriores actos de darse las cosas mismas, puede «remitir» a ellos para consumar su operación objetivamente. Volvamos nuestra mirada a los caracteres universales de la vida de conciencia, para apropiarnos un conocimiento significativo referente a toda evidencia.
Intencionalidad en general -vivencia de tener conciencia de algo- y evidencia, intencionalidad del acto de darse las cosas mismas, son conceptos que por esencia se corresponden. Limitémonos a la conciencia «posicional». En lo que respecta a la conciencia «neutral», todo lo que expondremos ahora se modifica en forma fácilmente comprensible; frente a la evidencia, se presenta entonces su modificación de «como si»; lo mismo sucede frente a la adecuación, etc. Como leyes fundamentales de la intencionalidad tenemos:
Cualquier conciencia de algo forma parte a priori de una multiplicidad de modos posibles de conciencia, abierta al infinito, que pueden vincularse sintéticamente en una conciencia, en cuanto conciencia de «lo mismo»; dicha vinculación se efectúa en la forma de unidad propia del acto de dar validez conjuntamente a todos esos modos (com-positio). De esta multiplicidad forman parte también por esencia los modos de una conciencia múltiple de evidencia que se sitúan en ella en su nivel correspondiente. Y esta conciencia de evidencia es una de dos: o bien posición evidente de la cosa misma, o bien de otra cosa que cancela con evidencia la anterior.
Así, la evidencia es un modo universal de la intencionalidad referido a la vida de conciencia en su conjunto; gracias a ella la conciencia tiene una estructura teleológica universal, una inclinación a la «razón» y aun una tendencia continua hacia ella; tiende, en efecto, a comprobar la corrección (luego adquirida habitualmente), a suprimir las incorrecciones (con lo que dejan de tenerse por haberes adquiridos).
No sólo respecto de esta función teleológica universal es la evidencia un tema de investigaciones amplias y difíciles. Dichas investigaciones conciernen también a las propiedades generales de la evidencia en cuanto vivencia singular; general es la propiedad, antes mencionada, de que esté incluida en toda evidencia de objeto, una referencia intencional a una síntesis de recognición. Conciernen, además, a los modos originales de la evidencia y a sus funciones, y, finalmente, a las distintas regiones y categorías de objetividades. En efecto, al caracterizar la evidencia como darse un objeto él mismo (o desde la perspectiva del sujeto, como poseer el objeto mismo), designamos una propiedad general referida de igual modo a todas las objetividades, mas no quisimos decir con ello que toda la estructura de la evidencia fuera igual en todos los casos.
La categoría de objetividad y la categoría de evidencia son correlativos. A toda especie fundamental de objetividades -en cuanto unidades intencionales que se mantienen en una síntesis intencional y que en último término, son unidades de una «experiencia» posible- corresponde una especie fundamental de experiencia evidente; corresponde asimismo una especie fundamental de estilo de evidencia, indicada intencionalmente en la mayor o menor perfección de la posesión de las cosas mismas.
Suscítase así la gran tarea de investigar a fondo todos estos modos de evidencia, de explicar las complicadísimas operaciones en las que se muestra la objetividad misma, de modo perfecto o imperfecto; operaciones que resultan compatibles al concurrir en una síntesis y que siempre remiten a otras nuevas. Hablar con superficialidad de la evidencia y de la «confianza que la razón tiene en sí misma» no conduce a nada en este punto. Y aferrarse a la tradición que, por motivos ha mucho olvidados, o en cualquier caso nunca aclarados, reduce la evidencia a una intelección apodíctica, absolutamente indudable, y, por así decirlo, absoluta, significa cerrarse a la comprensión de toda operación científica. La ciencia natural, por ejemplo, tiene que elaborarse a partir de la experiencia externa, sólo porque esta experiencia es justamente el modo de poseer los objetos mismos de la naturaleza, por lo tanto sin ella no podría concebirse ningún objeto al que se dirigiera la mención de cosas naturales (espaciales). Asimismo, sólo porque la experiencia imperfecta es, pese a todo, experiencia, conciencia de poseer las cosas mismas, puede la experiencia regirse por la experiencia y rectificarse mediante la experiencia. Justamente por la misma razón es un error también concluir una crítica de la experiencia sensible, que mostraría naturalmente su imperfección fundamental (¡esto es, su propiedad de remitirse a otras experiencias!), rechazándola o recurriendo en seguida, para salir de apuros, a hipótesis y deducciones indirectas, que de paso echarían mano al fantasma de un «en sí» transcendente (transcendencia que es un contrasentido). Todas las teorías del realismo transcendental, que a partir de la esfera «inmanente» de la experiencia puramente «interna» concluyen una transcendencia extrapsíquica, se deben a su ceguera para la propiedad característica de la experiencia «externa»: ésta sólo puede ser el fundamento de teorías científicas si es una operación de las cosas mismas.
No me parece que se haya concedido suficiente atención a la clasificación de la evidencia y de todas las relaciones correspondientes entre mera «intención» y «cumplimiento», desarrollada por primera vez en la segunda parte de las Logische Untersuchungen y profundizada en mis Ideen. Necesita, a buen seguro, perfeccionarse; con todo, creo ver en esta primera clasificación un progreso decisivo de la fenomenología frente a las filosofías del pasado. Estoy firmemente convencido de que sólo gracias a la intelección, suscitada por esa clarificación de la esencia y de la problemática peculiar de la evidencia, ha sido posible una filosofía transcendental (una «crítica de la razón») en verdad científica, y en el fondo también una psicología en verdad científica; con tal de concebir esta última medularmente como ciencia de la esencia propia de lo psíquico, tal como reside en la intencionalidad (según lo descubrió Brentano). La nueva doctrina tiene sin duda el inconveniente de que la invocación de la evidencia deja de ser, por así decirlo, un truco de la argumentación epistemológica, y plantea, por lo tanto, un ámbito inmenso de tareas que pueden aprehenderse y resolverse con evidencia; en último término plantea las tareas de la constitución fenomenológica: sobre ellas darán mayores explicaciones los capítulos VI y Vll.
§ 61. La evidencia en general en función de todos los objetos, reales o irreales, en cuanto unidades sintéticas
Volvamos ahora de nuevo a las objetividades irreales, particularmente a las de la esfera lógica-analítica: en la primera parte conocimos las evidencias que justifican o dan esas objetividades, en sus distintos estratos. Esas evidencias son las correspondientes «experiencias» de las objetividades irreales de cada estrato. Tienen la propiedad esencial de toda experiencia o evidencia en general; es la siguiente: con la repetición de las vivencias subjetivas, con la sucesión y síntesis de distintas experiencias de lo mismo, hacen visible con evidencia algo numéricamente idéntico y no sólo igual: el objeto; éste es experimentado así varias veces o, podemos decir también, «se presenta» varias veces en el campo de la conciencia (conforme a su posibilidad ideal: se presenta infinitud de veces). Si substituimos las objetividades ideales por los acontecimientos temporales de la vida de conciencia en los que «se presentan», deberíamos hacer lo mismo, para ser consecuentes, con los datos de la experiencia. Así, los datos psíquicos de la experiencia «interna» son experimentados como datos temporales inmanentes, como datos intencionalmente idénticos en la corriente de los modos temporales subjetivos. Deberíamos atribuirles, por lo tanto, las conexiones constituyentes inmanentes de la «conciencia original del tiempo».
Con todo, lo que constituye la identidad en la experiencia externa es más accesible. También los objetos físicos se presentan «en el campo de la conciencia»; por lo general no lo hacen de otro modo que los objetos ideales; es decir: se presentan como unidades intencionales, bajo el modo de lo «dado ello mismo», en la corriente de los múltiples modos de aparecer, que se levantan los unos sobre los otros. Al presentarse dentro de las vivencias de experiencia, son inmanentes a ella en un sentido preciso, diferente al sentido ordinario de la inmanencia de los contenidos ingredientes de las vivencias.
Si queremos comprender la operación de conciencia y en particular de la evidencia, no basta hablar -ni en este punto ni en ninguno- de la «dirección» de la conciencia hacia los objetos (particularmente de la conciencia de experiencia); ni basta, en cualquier caso, distinguir superficialmente entre experiencia externa, experiencia interna, ideación, etc. Hay que enfrentarse con una reflexión fenomenológica a las multiplicidades de conciencia que caen bajo esas denominaciones y descomponerlas estructuralmente. Hay que seguirlas luego a lo largo de sus pasos sintéticos y preguntar por su papel o función intencional, hasta llegar a las estructuras más elementales; hay que explicar cómo, en la inmanencia de las multiplicidades vivenciales, en sus modos de aparecer cambiantes, se constituye su dirección hacia el objeto y el objeto al cual se dirigen; hay que explicar en qué consiste, en la esfera visual de la experiencia sintética misma, el objeto transcendente, en cuanto polo de identidad inmanente a las vivencias singulares y sin embargo transcendente, en virtud de su identidad que rebasa esas vivencias Se trata de un acto de darse la cosa misma y, sin embargo, de un acto de darse algo «transcendente»: un polo de identidad por lo pronto indeterminado: este polo de identidad se expone en «sus determinaciones» (que tienen a su vez una identidad ideal), al darse la forma sintética de «explicación» que prosigue continuamente. Pero esta transcendencia es inherente a la esencia propia de la experiencia misma, a modo de una de sus fundaciones originales. Sólo a ella le podemos preguntar lo que significa esta transcendencia; así como recurriendo a la fundación primordial del derecho podemos preguntar lo que significa y demuestra un derecho de propiedad jurídico (pregunta que, por otra parte, es también de nuestra incumbencia).
Debemos poner, pues, en el centro de todas las reflexiones fundamentales este hecho obvio y de gran monta, pero tan descuidado: cualquier objeto (incluso, por ejemplo, un objeto físico) sólo de los procesos vivenciales de experiencia extrae originalmente el sentido óntico que le es peculiar (gracias al cual significa lo que significa en todos los modos posibles de conciencia); extrae su sentido de procesos que justamente se caracterizan como modos de tener conciencia de «las cosas mismas», como apariciones de algo dado «ello mismo», como presentaciones de las cosas mismas ante la conciencia, acompañadas de la certeza de su existencia (por ejemplo, presentaciones de objetos físicos). La forma primordial consiste entonces en mostrarse a sí mismo presente en la percepción, o mostrarse a sí mismo «otra vez» en la rememoración, bajo el modo de pasado.
La experiencia es la fundación primordial del ser para nosotros de los objetos, con el sentido objetivo que le corresponde. Es patente que sucede enteramente lo mismo con los objetos irreales, tengan éstos el carácter ideal de lo específico, o el de juicio, el de una sinfonía, etc. En todos los casos, también por ende en la experiencia externa, el darse evidente de las cosas mismas debe caracterizarse como un proceso de constitución, como una conformación del objeto de experiencia; se trata, por cierto, de una constitución primero limitada, pues el objeto reclama una existencia que rebasa además la multiplicidad de la experiencia actual; y también este aspecto de su sentido ontológico exige su dilucidación constitutiva; ésta resulta posible gracias a la intencionalidad implícita en la experiencia misma, que hay que descubrir en cada caso. En las síntesis continuas y discretas de múltiples experiencias, se constituye «visiblemente», conforme a su esencia, el objeto de experiencia en cuanto tal; mostrándose, al cambiar, en facetas siempre nuevas, en aspectos esenciales siempre nuevos; la vida constructiva prescribe su curso posible a estos aspectos para que sean compatibles; de ella extraen éstos y extrae el objeto mismo (que sólo se muestra cambiando de esta manera) su sentido: los caracteres idénticos en las formaciones posibles y repetibles una vez realizadas. También aquí es evidente esta identidad; es evidente que el objeto no es el proceso de experiencia posible que efectivamente lo constituye, ni mucho menos la posibilidad evidente, ligada con este proceso, de repetirlo mediante actos de síntesis, como posibilidad del «yo puedo . . . ».
§ 62. El carácter ideal de todas las especies de objetividades frente a la conciencia constituyente. La falsa interpretación positivista de la naturaleza, como una especie de psicologismo
Por consiguiente, al sentido de cualquier objeto de experiencia, incluso de un objeto psíquico, le es inherente cierto carácter ideal; al contrario de los múltiples procesos «psíquicos», separados por su individualización temporal inmanente: procesos de las vivencias de experiencia o de capacidad de tenerlas, procesos en fin del cobro de conciencia o de la capacidad de cobrar conciencia, aunque no tengan carácter de experiencias. Se trata del carácter ideal general de toda unidad intencional frente a las multiplicidades que la constituyen. En eso consiste la «transcendencia» de toda especie de objetividades respecto de la conciencia de ellas (para decirlo de modo diferente pero ligado al anterior: respecto de la respectiva conciencia del yo, entendido como polo subjetivo de la conciencia).
Si distinguimos, sin embargo, los objetos inmanentes de los transcendentes, sólo puede tratarse de una distinción dentro de ese concepto más amplio de transcendencia. Mas lo anterior en nada altera el hecho de que también el ser y el sentido de la transcendencia de lo real y, en su nivel superior, de lo real intersubjetivo (de lo objetivo por excelencia) se constituye exclusivamente en la esfera inmanente, en la esfera de las multiplicidades de conciencia; ni altera en nada el hecho de que la transcendencia real es una forma particular de «idealidad», mejor dicho, de irrealidad psíquica una irrealidad que se presenta ella misma en la esfera puramente fenomenológica de la conciencia, o que puede presentarse en ella con todo lo que por esencia le corresponde; de tal modo que evidentemente no es un elemento ingrediente de la conciencia o un aspecto de ella, no es un dato psíquico ingrediente de las vivencias.
En conformidad con lo anterior, encontramos en el conocido tipo de positivismo, que también podemos llamar «humanismo», un análogo exacto de la interpretación psicologista de las irrealidades lógicas y de las demás irrealidades (podríamos decir: de la región ampliada de las ideas platónicas). Está representado, por ejemplo, por la filosofía de Mach y por la filosofía del «como si»; aunque de una manera que está muy a la zaga de Hume en lo que respecta a la originalidad y hondura de su problemática. Para este positivismo, las cosas se reducen a complejos de datos psíquicos (de «sensaciones») regulados empíricamente; su identidad y por ende todo su sentido ontológico se convierten en una mera ficción. No sólo es una teoría falsa, enteramente ciega a las esencias fenomenológicas; también es un contrasentido, porque no ve que aun las ficciones tienen su especie de ser, su modo de evidencia, su modo de ser unidades de multiplicidades, e implican por ende el mismo problema que esa teoría debía descartar.
Lógica formal y lógica transcendental. En sayo de una crítica de la razón lógica, en F. Canals, Textos de los grandes filósofos: edad contemporánea, Herder, Barcelona 1990, p.207-214. |