Merleau-Ponty: cuerpo y mundo: el quiasmo.

Extractos de obras

[...] Desde el momento en que veo, es preciso que la visión (como tan bien indica el doble sentido de la palabra) vaya acompañada de una visión complementaria o de otra visión: yo mismo visto por fuera, tal como me vería otro, instalado en medio de lo visible, mirándolo a él desde cierto punto. No examinemos de momento hasta dónde llega esta identidad entre el vidente y lo visible, ni si tenemos una experiencia plena de ella o si le falta algo y, en este caso, qué es lo que le falta. Basta con advertir por ahora que el que ve sólo puede poseer lo visible si lo visible lo posee a él, si es visible, si, con arreglo a lo prescrito por la articulación entre la mirada y las cosas, es una de las entidades visibles, capaz, por una singular inflexión, de verlas, siendo una de ellas.

Se comprende entonces por qué vemos las cosas en sí mismas, en su sitio, según su ser, que es mucho más que su ser-percibido, y, al mismo tiempo, estamos separados de ellas por todo el espesor de la mirada y el cuerpo: y es porque esta distancia no es lo contrario de aquella proximidad, está íntimamente armonizada con ella, es su sinónimo. Porque este espesor de carne constituye la visibilidad de la cosa y la corporeidad del vidente; no es un obstáculo entre ambos, sino su medio de comunicación. Por la misma razón me hallo en el centro de lo visible y estoy lejos de ello; porque lo visible es espeso y, porque es espeso, está naturalmente destinado a ser visto por un cuerpo. Lo que hay de indefinible en el quale, en el color, no es más que un modo breve, perentorio, de ofrecer en un solo algo, en un solo tono de ser, visiones pasadas y visiones futuras apiñadas. Yo, que veo, tengo también mi profundidad, ya que estoy adosado a lo visible que veo y que sé muy bien que me envuelve por detrás. El espesor del cuerpo, lejos de rivalizar con el del mundo, es, por el contrario, el único medio que tengo para ir hasta el corazón de las cosas, convirtiéndome en mundo y convirtiéndolas a ellas en carne.

El cuerpo interpuesto no es cosa, material intersticial, tejido conjuntivo, sino sensible para sí, lo cual no equivale al siguiente absurdo: color que se ve a sí mismo, superficie que se toca a sí misma, sino a la siguiente paradoja: un conjunto de colores y superficies habitados por un tacto, una visión, por tanto sensible ejemplar, que ofrece a quien lo ocupa y siente modo de sentir cuanto se le parece fuera; de forma que, preso como está en el tejido de las cosas, lo atrae todo hacia sí, se lo incorpora, y, con el mismo movimiento, comunica a las cosas que encierra esa identidad sin superposición, esa diferencia sin contradicción, esa distancia entre el fuera y el dentro, que constituyen su secreto natal [Podemos decir que percibimos las cosas mismas, que somos el mundo que se piensa, o que el mundo está en el corazón de nuestra carne. En todo caso, una vez reconocida una relación cuerpo-mundo, hay ramificación de mi cuerpo y ramificación del mundo y correspondencia entre su interior y mi exterior, entre mi interior y su exterior]. El cuerpo nos une directamente con las cosas por su propia ontogénesis, soldando uno a otro los dos esbozos de que se compone, sus dos labios: la masa sensible que es él y la masa de lo sensible en que nace por segregación y a la que, en tanto que vidente, permanece abierto. [...] entre los dos «lados» de nuestro cuerpo, el cuerpo como sensible y el cuerpo como sintiente -lo que hemos llamado alguna vez cuerpo objetivo y cuerpo fenoménico- hay, más que una distancia, el abismo que separa el En Sí del Para Sí. Existe el problema, y no lo eludiremos, de cómo el sintiente sensible puede ser también pensado. Pero aquí, cuando de lo que se trata es de formar nuestros primeros conceptos evitando en lo posible los escollos clásicos, no hay razón para que tomemos en cuenta las dificultades que pueden presentar cuando se los confronta con un cognito que está todavía por revisar. ¿Tenemos o no un cuerpo, es decir no un objeto permanente de pensamiento, sino una carne que sufre cuando está herida y unas manos que tocan? Ya sabemos que las manos no bastan para tocar, pero decidir, por este único motivo, que nuestras manos no tocan, y relegarlas al mundo de los objetos y los instrumentos, sería aceptar la bifurcación de sujeto y objeto, renunciar de antemano a entender lo sensible y a valernos de sus luces. Creemos, por el contrario, que hay que cogerle la palabra para empezar. Decíamos que nuestro cuerpo es un ser de dos hojas: por un lado, cosa entre las cosas, y, por otro, el que las ve y las toca. Decíamos, porque es evidente, que reúne en sí estas dos propiedades, y que su doble pertenencia al orden del «sujeto» y al del «objeto» nos revela relaciones totalmente insospechadas entre ambos órdenes. Si el cuerpo tiene esta doble referencia, no puede ser por mera e incomprensible casualidad. Nos descubre que cada una llama a la otra. Porque, si bien el cuerpo es cosa entre las cosas, es, en cierto sentido, más fuerte y más profundo que ellas, y eso, decíamos, porque es cosa, lo cual significa que se destaca entre ellas y, en la medida en que lo hace, se destaca de ellas. No es simplemente cosa vista de hecho (yo no veo mi espalda), es visible por derecho, entra en el campo de una visión a un tiempo ineluctable y diferida. Recíprocamente, si toca y ve, no es porque tiene delante los seres visibles como objetos: están a su alrededor, llegan hasta a invadir su recinto, están en él, tapizan sus miradas y sus manos por dentro y por fuera. Si los toca y los ve, es únicamente porque, siendo de su misma familia, visible y tangible como ellos, se vale de su ser como de un medio para participar del de ellos, porque cada uno es arquetipo para el otro y porque el cuerpo pertenece al orden de las cosas así como el mundo es carne universal. Ni siquiera hace falta decir, como acabamos de hacerlo, que el cuerpo se compone de dos hojas, una de las cuales, la de lo «sensible», es solidaria del resto del mundo; no hay en él dos hojas o dos capas; fundamentalmente no es sólo cosa vista, ni sólo vidente; es la Visibilidad dispersa unas veces, concentrada otras, y, como tal, no está en el mundo, no encierra su visión del mundo como dentro de un recinto cerrado: ve el mundo mismo, el mundo de todos, sin tener que salirse fuera, porque todo él, sus manos y sus ojos, no es más que aquella referencia a una visibilidad y a una tangibilidad-patrón de todos los seres visibles y tangibles, que tienen en él su semejanza y cuyo testimonio recoge por la magia que es el ver y el tocar mismos. [...]

La carne no es materia, no es espíritu, no es substancia. Para designarla haría falta el viejo término «elemento», en el sentido en que se emplea para hablar del agua, del aire, de la tierra y del fuego, es decir, en el sentido de una cosa general, a mitad de camino entre el individuo espacio-temporal y la idea, especie de principio encarnado que introduce un estilo de ser dondequiera que haya una simple parcela suya. La carne es, en este sentido, un elemento del Ser. No hecho o suma de hechos, aunque sí adherente al lugar y al ahora. Mucho más, inauguración del donde y del cuando, posibilidad y exigencia del hecho, en una palabra, facticidad, lo que hace que un hecho sea hecho. Y juntamente con ello, lo que hace que tenga sentido, que los hechos parcelarios se dispongan alrededor de un «algo». [...]

Lo visible y lo invisible, Seix Barral, Barcelona 1970, p.168-172, 174.