En efecto, es digno de particular atención el hecho de que cualquier elemento retornado del olvido se impone con especial energía, ejerciendo sobre las masas humanas una influencia incomparablemente poderosa y revelando una irresistible pretensión de veracidad contra la cual queda inerme toda argumentación lógica, a manera del credo quia absurdum. Sólo podrá comprenderse este enigmático carácter comparándolo con el delirio del psicótico. Hace tiempo hemos advertido que la idea delirante contiene un trozo de verdad olvidada, que ha debido someterse a deformaciones y confusiones en el curso de su evocación y que la convicción compulsiva inherente al delirio emana de este núcleo de verdad y se extiende a los errores que lo envuelven. Semejante contenido de verdad -que bien podemos llamar verdad histórica- también hemos de concedérselo a los artículos de los credos religiosos, que, si bien tienen el carácter de síntomas psicóticos, se han sustraído al anatema del aislamiento presentándose como fenómenos colectivos.
Ningún otro sector de la historia de las religiones ha adquirido para nosotros tanta transparencia como la implantación del monoteísmo entre los judíos y su continuación en el cristianismo, abstracción hecha de la evolución, no menos íntegramente comprensible, que conduce del animal totémico al dios antropomorfo, provisto de su invariable compañero animal. (Hasta cada uno de los cuatro evangelistas cristianos tiene aún su animal predilecto.) Admitiendo por el momento que la hegemonía mundial de los faraones fue el motivo exterior que permitió la aparición de la idea monoteísta, se advierte al punto que ésta es separada de su terreno original, es injertada a un nuevo pueblo, del cual se apodera luego de un prolongado periodo de latencia, siendo custodiada por él como su tesoro más preciado y confiriéndole, a su vez, la fuerza necesaria para sobrevivir, al imponerle el orgullo de sentirse el pueblo elegido. Es precisamente la religión del protopadre la que anima las esperanzas de recompensa, distinción y, por fin, la de dominación del mundo. Esta última fantasía desiderativa, hace tiempo abandonada por el pueblo judío, aún sobrevive entre sus enemigos como creencia en la conspiración de los «Sabios de Sión». Mas adelante señalaremos de qué modo debieron actuar sobre el pueblo judío las particularidades específicas de la religión monoteísta que tomó de Egipto, plasmando definitivamente su carácter al hacerle repudiar la magia y la mística, al impulsarle por el camino de la espiritualidad y de las sublimaciones. Así, este pueblo, feliz en su convicción de poseer la verdad e imbuido de la consciencia de ser el elegido, llegó a encumbrar todo lo intelectual y lo ético, tendencias que por fuerza hubieron de ser acentuadas por el destino aciago y por las defraudaciones reales que sufrió. Por el momento, sin embargo, perseguiremos su evolución histórica en otra dirección.
La restauración del protopadre en todos sus derechos históricos significó, sin duda alguna, un considerable progreso, pero no pudo ser un término final, pues también los restantes elementos de la tragedia prehistórica exigían imperiosamente que se les prestara reconocimiento. No es fácil colegir qué puede haber puesto en marcha tal proceso. Parecería que, como precursor del retorno del contenido reprimido, un creciente sentimiento de culpabilidad se apoderó del pueblo judío, y quizá aun de todo el mundo a la sazón civilizado, hasta que por fin un hombre de aquel pueblo halló en la reivindicación de cierto agitador politico-religioso el pretexto para separar del judaísmo una nueva religión: la cristiana. Pablo, un judío romano oriundo de Tarso, captó aquel sentimiento de culpabilidad y lo redujo acertadamente a su fuente protohistórica, que llamó «pecado original», crimen contra Dios que sólo la muerte podía expiar. Con el pecado original la muerte había entrado en el mundo. En realidad, ese crimen punible de muerte había sido el asesinato del protopadre, divinizado mas tarde; pero la doctrina no recordó el parricidio, sino que en su lugar fantaseó su expiación, y por ello esta fantasía pudo ser saludada como un mensaje de salvación (Evangelio). Un Hijo de Dios se había dejado matar, siendo inocente, y con ello había asumido la culpa de todos. Era preciso que fuese un Hijo, pues debía expiarse el asesinato de un Padre. La elaboración de la fantasía redentora probablemente sufriera el influjo de tradiciones originadas en misterios orientales y griegos, pero lo esencial en ella parecer ser obra del propio Pablo, un hombre de la más pura y cabal disposición religiosa, en cuya alma acechaban las oscuras huellas del pasado, dispuestas a irrumpir hacia las regiones de la consciencia. [...]
Valdría la pena tratar de comprender por qué la idea monoteísta ejerció semejante imperio precisamente sobre el pueblo judío y por qué éste se le aferró con tal tenacidad. Creo que dicha pregunta tiene respuesta. El destino enfrentó al pueblo Judío con la gran hazaña, la criminal hazaña de los tiempos primitivos -el parricidio-, pues le impuso su repetición en la persona de Moisés, una eminente figura paterna. En otros términos, el pueblo judío ofrece un caso de «actuación» [acting-out] -en lugar de recordar-, como sucede tan frecuentemente durante el análisis de los neuróticos. Pero ante la doctrina de Moisés, que los estimulaba a recordar el crimen, los judíos reaccionaron negando el acto cometido, deteniéndose en el reconocimiento del gran Padre y cerrándose así el acceso a la fase de la cual Pablo había de arrancar más tarde para desarrollar su continuación de la protohistoria. Por otra parte, difícilmente podríase atribuir a mera casualidad el hecho de que la institución religiosa de Pablo partiese también de la muerte violenta de otro gran hombre. Un hombre, es cierto, al que unos pocos prosélitos de Judea tenían por el Hijo de Dios y el anunciado Mesías, un hombre que más tarde asumió una parte de la historia de infancia atribuida a Moisés, pero del cual en realidad apenas tenemos informaciones más certeras que las correspondientes al propio Moisés; un hombre del cual ni siquiera sabemos si realmente fue el gran Maestro que describen los Evangelios, o si no fueron más bien las circunstancias y el hecho mismo de su muerte los que decidieron la importancia que su persona llegaría a adquirir. Pablo, llamado a ser su apóstol, ni siquiera alcanzó a conocerle personalmente.
De tal modo, pues, la muerte de Moisés a manos de sus judíos -hecho descubierto por Sellin a través de las huellas que dejó en la tradición, y que, por curioso que parezca, también admitió el joven Goethe, sin basarse en prueba alguna-, se convierte así en un elemento imprescindible de nuestra argumentación teórica, en un importante eslabón entre los sucesos prehistóricos olvidados y su ulterior reaparición bajo la forma de las religiones monoteístas. Es, por cierto, seductora la presunción de que el remordimiento por el asesinato de Moisés haya dado impulso a la fantasía desiderativa del Mesías, que había de retornar trayendo a su pueblo la redención y el prometido dominio del mundo entero. Si Moisés fue ese primer Mesías, Cristo hubo de ser suplente y sucesor, y en tal caso Pablo también pudo decir a los pueblos, con cierta justificación histórica: «Ved, el Mesías en verdad ha vuelto, pues ante vuestros ojos ha sido asesinado.» En tal caso, también la resurrección de Cristo tiene una parte de verdad histórica, pues él era, en efecto, Moisés resucitado, y tras éste, el protopadre de la horda primitiva, que había vuelto en transfiguración para ocupar, como hijo, el lugar del padre. [...]
Si en un ser humano el ello sustenta una exigencia instintiva de naturaleza erótica o agresiva, lo más simple y natural es que el yo, que dispone de los aparatos del pensamiento y neuromuscular, la satisfaga mediante una acción. Esta satisfacción del instinto es percibida placenteramente por el ego tal como la insatisfacción instintual se habría convertido sin duda, en fuente de displacer. Pero puede suceder el caso de que el yo se abstenga de la satisfacción instintiva en consideración a obstáculos exteriores cuando reconoce que la acción correspondiente desencadenaría un grave peligro para su integridad. De ningún modo es placentero este desistimiento de la satisfacción, esta renuncia instintual por obstáculos exteriores, o, como decimos nosotros, por obediencia al principio de la realidad. La renuncia instintiva tendría por consecuencia una permanente tensión displacentera si no se lograra reducir la propia fuerza de los instintos mediante desplazamientos de energía. Pero la renuncia al instinto también puede ser impuesta por otros motivos, que calificamos justificadamente de internos. Sucede que, en el curso de la evolución individual, una parte de las potencias inhibidoras del mundo exterior es internalizada, formándose en el yo una instancia que se enfrenta con el resto y que adopta una actitud observadora, crítica y prohibitiva. A esta nueva instancia la llamamos super-yo. Desde ese momento, antes de poner en práctica la satisfacción instintiva exigida por el ello, el yo no sólo debe tomar en consideración los peligros del mundo exterior, sino también el veto del super-yo de manera que hallará aún más motivos para abstenerse de aquella satisfacción. Pero mientras la renuncia instintual por causas exteriores sólo es displacentera, la renuncia por causas interiores, por obediencia al super-yo, tiene un nuevo efecto económico. Además del inevitable displacer, proporciona al yo un beneficio placentero, una satisfacción sustitutiva, por así decirlo. El yo se siente exaltado, está orgulloso de la renuncia instintual como de una hazaña valiosa. Creemos comprender el mecanismo de este beneficio placentero. El super-yo es el sucesor y representante de los padres (y de los educadores), que dirigieron las actividades del individuo durante el primer período de su vida; continúa, casi sin modificarlas, las funciones de esos personajes. Mantiene al yo en continua supeditación y ejerce sobre él una presión constante. Igual que en la infancia, el yo se cuida de conservar el amor de su amo, estima su aprobación como un alivio y halago, y sus reproches como remordimientos. Cuando el yo ofrece al super-yo el sacrificio de una renuncia instintual, espera que éste lo ame más en recompensa; la consciencia de merecer ese amor la percibe como orgullo. También en la época en que aún no había sido internalizada la autoridad bajo la forma del super-yo, la amenaza de perder el amor y la exigencia de los instintos pueden haber planteado idéntico conflicto, experimentando el niño un sentimiento de seguridad y satisfacción cuando lograba renunciar al instinto por amor a los padres. Pero sólo una vez que la autoridad misma se hubo convertido en parte integrante del lo, esta agradable sensación pudo adquirir el peculiar carácter narcisista del orgullo [...]
Aunque parezca que la renuncia instintual y la ética sobre ella basada no forman parte del contenido esencial de la religión, genéticamente, sin embargo, se hallan vinculados a ésta de la más íntima manera. El totemismo primera forma de religión que conocemos, contiene como piezas indispensables de su sistema una serie de preceptos y prohibiciones que, naturalmente, no son sino otras tantas renuncias instintuales: la adoración del tótem, que incluye la prohibición de dañarlo o de matarlo: la exogamia, es decir, la renuncia a la madre y a las hembras de la horda, apasionadamente deseadas ; la igualdad de derechos establecida para todos los miembros de la horda fraterna, o sea, la restricción del impulso a resolver violentamente la mutua rivalidad. En estos preceptos hemos de ver los primeros orígenes de un orden ético y social. No dejamos de advertir que aquí se manifiestan dos distintas motivaciones. Las dos primeras prohibiciones se ajustan al espíritu del padre eliminado, perpetúan en cierto modo su voluntad ; el tercer precepto, en cambio, el de iguales derechos para los hermanos aliados, prescinde de la voluntad paterna y sólo se justifica por la necesidad de mantener el nuevo orden establecido una vez eliminado el padre, pues sin aquél se habría hecho irremediable la recaída en el estado anterior. Aquí se apartan los preceptos sociales de los otros, directamente derivados de un sentido religioso, como bien puede afirmarse.
Los elementos esenciales de este proceso se repiten en la evolución abreviada del individuo humano. También aquí es la autoridad parental, especialmente la del todopoderoso padre con su amenazante poder punitivo, la que induce al niño a las renuncias instintuales, la que establece qué le está permitido y qué vedado. Lo que en el niño se llama «bueno» o «malo» se llamará más tarde, una vez que la sociedad y el super-yo hayan ocupado el lugar de los padres el bien o el mal, virtud o pecado; pero no por ello habrá dejado de ser lo que antes era: renuncia a los instintos bajo la presión de la autoridad que sustituye al padre y que lo continúa
Moisés y la religión monoteísta, en Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid 1968, Vol. III, p.244-271. |