Nadie se atreve a despertarle, ni puede siquiera estar a pie firme delante de él.
¿Quién jamás le asaltó y quedó a salvo? No lo hay debajo del cielo.
No callaré la forma de sus miembros; declararé su fuerza incomparable.
¿Quién ha descubierto la parte anterior de su vestido, quién penetró en el reverso de su coraza?
¿Quién abrió las puertas de su boca? El círculo de sus dientes infunde terror.
Su dorso está armado de láminas de escudos, compactas y cerradas como un guijarro; únese una a la otra sin quedar resquicio, y un soplo no entra por ellas; están pegadas una con otra; bien trabadas no pueden separarse. Sus estornudos son llamaradas, sus ojos son como los párpados de la aurora; de su boca salen llamas, se escapan centellas de fuego; sale de sus narices humo, como de olla al fuego, hirviente; su aliento enciende los carbones, saltan llamas de su boca; en su cuello está su fuerza, y ante él tiemblan de horror. [...].
Su corazón es duro como el pedernal, duro como la piedra inferior de la muela.
De su majestad temen las olas, las ondas del mar se retiran; la espada que le toca no se fija, ni la lanza, ni el dardo, ni el venablo; para él el hierro es solo paja, el bronce madera carcomida. El hijo del arco no le hace huir, las piedras de la honda son para él estopas; la maza le es como paja, y se burla del vibrar del venablo. [...]
¡No hay en la tierra semejante a él, hecho para no tener miedo!
Mira a todo lo altivo, ¡es el rey de los feroces!
Biblia, Libro de Job, 41. BAC, Madrid 1969, p.611-612. |