Aristóteles: la felicidad.

Extractos de obras

Réstanos ahora hablar en general de la felicidad, ya que la hemos hecho fin de los actos humanos. Hemos dicho que la felicidad no es una disposición, ya que podría pertenecer a un hombre que pasara su vida durmiendo, viviendo con una vida vegetativa, e incluso a alguno que sufriera las peores desgracias. Debemospues poner la felicidad en una actividad. Ahora bien, entre las actividades, unas son necesarias y deseables por otra cosa, y otras por sí mismas. Es evidente que la felicidad debe colocarse entre las actividades deseables Por sí mismas y no por otra cosa, ya que no carece de nada, sino que se basta a sí misma. Son deseables por sí mismas las actividades que no piden nada fuera de su mismo ejercicio. Tales parecen ser las acciones virtuosas, ya que obrar honesta y virtuosamente es de las cosas deseables por sí mismas. [...]

Si la felicidad es la actividad conforme con la virtud, es claro que es la que está conforme con la virtud más perfecta, es decir, la de [la facultad] más elevada. Ya se trate de la inteligencia o de otra facultad, y que esta facultad sea divina o lo que hay más divino en nosotros, la actividad de esta facultad, según su virtud propia, constituye la felicidad perfecta. Y ya hemos dicho que es contemplativa (teórica).

Esta afirmación parece que está de acuerdo tanto con nuestras explicaciones anteriores como con la verdad. Porque esta actividad es por sí misma la más elevada. Pues entre nuestras facultades la inteligencia [ocupa el primer puesto] y entre las cosas conocibles, aquellas de las que se ocupa la inteligencia. Además su acción es la más continua, pues podemos entregarnos a la contemplación de un modo más seguido que a una actividad práctica. Y puesto que creemos que el placer debe estar asociado a la felicidad, la más agradable de todas las actividades conformes a la virtud es, según opinión común, la que es conforme a la sabiduría. Parece pues que la filosofía lleva consigo placeres maravillosos tanto por su pureza como por su duración, y es evidente que la vida es más agradable para los que saben que para los que tratan de saber.

Por otra parte, la independencia (autarquía) de la que hemos hablado se encuentra muy particularmente en la vida contemplativa. Ciertamente el sabio, el justo, como todos los demás hombres, necesitan lo que es necesario para la vida. E incluso aunque estén provistos suficientemente de estos bienes, necesitan aún otra cosa: el justo necesita gentes en las que practicar su justicia; y lo mismo el valeroso, el moderado y todos los demás. Pero el sabio, incluso solo, puede entregarse a la contemplación, y tanto mejor cuanto más sabio es. Sin duda lo haría mejor aún si se asociase a otras personas. Pero es independiente en el más alto grado.

Y esta existencia es la única que puede amarse por sí misma: no tiene otro resultado que la contemplación, mientras que por la existencia práctica, además de la acción, procuramos siempre un resultado más o menos importante. Parece también que la felicidad está en el ocio. Ya que no nos privamos de él sino es con vistas a obtenerlo, y hacemos la guerra para vivir en paz. [...]

Así pues, si entre las acciones conformes a la virtud, ocupan el primer lugar por su esplendor e importancia las acciones políticas y guerreras; si por el contrario suponen la ausencia de ocio; si persiguen un fin diferente y no son buscadas por sí mismas; en cambio la actividad de la inteligencia parece superar a las anteriores por su carácter contemplativo. No persigue ningún fin fuera de ella misma; lleva consigo un placer propio y perfecto porque aumenta aún su actividad. Y parecen resultar de esta actividad la posibilidad de bastarse a sí mismo, el ocio, la ausencia de fatiga en la medida en que le es posible al hombre, en una palabra, todos los bienes que se atribuyen al hombre feliz. Constituirá la felicidad perfecta del hombre si se prolonga durante toda su vida. Pues nada es imperfecto en las condiciones de la felicidad.

Sin embargo, tal existencia podría estar por encima de la condición humana. El hombre entonces ya no vive en cuanto hombre, sino en cuanto posee un carácter divino. Y cuanto difiere este carácter divino de lo que está compuesto, otro tanto esta actividad difiere de la que está conforme a toda otra virtud. Si la inteligencia es un carácter divino en lo que se refiere al hombre, una existencia conforme a la inteligencia será divina por lo que se refiere a la vida humana.

No debemos pues escuchar a los que nos aconsejan no cuidarnos más que de las cosas humanas, porque somos hombres, y porque somos mortales ocuparnos sólo de las cosas mortales. Sino que en la medida de lo posible debemos hacernos inmortales y hacerlo todo para vivir de conformidad con la parte más excelente de nosotros mismos, ya que, aunque sea pequeña por sus dimensiones, supera y en mucho a todas las cosas por su poder y dignidad. Además lo esencial de cada cual parece identificarse con este principio, ya que lo que manda es tan excelente. Y sería absurdo no elegir la vida de esta parte, sino la de otra. Por último, lo que hemos dicho anteriormente cobra aquí también todo su valor: lo que es propio a cada uno por naturaleza es lo mejor y más agradable para cada uno. Lo que le es propio al hombre es la vida de la inteligencia, ya que ésta constituye esencialmente al hombre. Y esta vida es también la más feliz.

Ética a Nicómaco, X, 6 y 7. (R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos: edad antigua, Herder, Barcelona 1982, 5ª. ed., p.84-86).