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(del latín vita, fuerza o actividad interna mediante la que obra el ser que la posee)

Término simultáneamente biológico y filosófico con el que se caracteriza el conjunto de propiedades de los organismos diferenciados de la pura materia inerte. De hecho, ya en esta primera aproximación se muestra la dificultad de una definición de este término, ya que involucra las nociones de organismo y de lo inerte, en cuya definición ya se presupone, circularmente, la vida. En realidad no existe una definición clara de este concepto, de manera que más que definirlo procuraremos comprenderlo a partir de las propiedades y características comunes a todos los seres «vivos», aunque según el nivel de análisis en el que nos movamos se darán distintas definiciones.

Examinaremos este concepto desde su doble vertiente:

La vida desde la perspectiva biológica

Desde la biología, y según el nivel de análisis en que nos coloquemos (biología celular, biología molecular, termodinámica) se consideran una serie de características como definitorias de la vida, aunque según desde qué perspectivas no se considerarán fundamentales las mismas propiedades. No obstante, de entre las características comunes de todo «ser vivo» se han señalado como rasgos propios definitorios los siguientes: el nacimiento, el metabolismo (crecimiento, nutrición y asimilación de la energía externa), la reproducción, la evolución y la capacidad de adaptación al medio, lo homeostasis, la sensibilidad (o las diversas formas de taxias) y, en algunos casos, la autonomía motriz. Algunos biólogos contemporáneos la han definido como «la propiedad de los objetos dotados de un proyecto» (Jacques Monod, en El azar y la necesidad), y la han caracterizado por su teleonomía, su capacidad para una morfogénesis autónoma y su invariancia reproductiva (el mismo Monod y François Jacob).

Pero cada una de estas características, por separado, no son suficientes para caracterizar a los seres vivos. Así, el metabolismo (capacidad para utilizar la energía y la materia externas al propio organismo para la preservación y reproducción de éste), aunque en los organismos evolucionados es un proceso muy complejo, no se distingue de otros procesos que se dan en el mundo no vivo. No obstante, en los fenómenos vitales se aprecia siempre un proceso de autoorganización relativamente independiente del medio externo, de manera que en ellos se produce (no tomado en su conjunto y en relación con el medio, sino en el organismo vivo), una inversión del sentido general de la entropía, ya que, en lugar de aumentar, genera una entropía negativa o neguentropía, regulada por procesos de homeostasis (estabilización de los parámetros biológicos frente a las exigencias y constricciones del mundo externo). Pero, tal como lo ha teorizado Prigogine y tal como se ha estudiado en la moderna física del caos, el orden y la autoorganización surgen del desorden, sin necesidad de un ser vivo que invierta el proceso entrópico. Por su parte, tampoco la reproducción, tomada aisladamente, es una característica específica de los seres vivos., ya que los cristales, por ejemplo, también presentan propiedades de reproducción semejantes a las propias de los seres vivos. Así, la introducción de gérmenes de cristales en determinadas soluciones salinas permite la reproducción indefinida de dichos cristales, que siguen unas pautas de organización que copian del germen inicial introducido. En cuanto a la evolución y capacidad de adaptación al medio, se ha sugerido que es una propiedad común a los seres vivos y a otras estructuras, tales como la misma cultura. Esta tesis es la que defiende Popper en su concepción del «mundo tres», capaz de evolucionar de un modo semejante a como se efectúa la evolución darwiniana. Además, la sensibilidad (entendida como respuesta a estímulos exteriores) y la autonomía motriz pueden verificarse también en máquinas y artefactos que difícilmente situaríamos entre los seres vivos. De ahí que ninguno de los mencionados rasgos tomados aisladamente sea suficiente para caracterizar el fenómeno vital. Por ello, cualquiera que sea la definición que se haya dado de la vida, siempre se presenta un problema de demarcación entre lo vivo y lo inerte, ya que, tanto las propiedades de autoorganización, como las del nacimiento, crecimiento y muerte (en el sentido de desestructuración), se dan en el mundo considerado inerte. Además, desde la perspectiva de las distintas teorías de la biogénesis (especialmente de las defensoras de la panspermia y de los teóricos de la exobiología), se ha señalado una dificultad más, pues se ha hecho hincapié en las limitaciones de nuestro conocimiento de la vida, ya que se restringe solamente al conocimiento de los seres vivos terrestres.

Es decir, la exobiología (o estudio de hipotéticas formas de vida extraterrestres) plantea un gran interrogante: ¿toda forma de vida es semejante a la única que conocemos, es decir, la terrestre? Nada asegura que toda forma de vida deba estar constituida por la química del carbono y del agua. Así, por ejemplo, se ha especulado con la posibilidad de formas de vida basadas en el silicio y el amoníaco, por ejemplo. El anuncio de unas posibles trazas de vida en Marte semejantes a las de la Tierra (a partir del estudio -divulgado en el verano de 1996- de un meteorito de origen marciano hallado en la Antártida) daría fuerza a la tesis que sustenta que las formas de vida probablemente sean como las formas terrestres, aunque, obviamente, la carencia de pruebas acerca de otras formas de vida impide llegar a ninguna conclusión(ver principio antrópico).

No obstante, la biología nos muestra que, más allá de la gran diversidad aparente y de la gran multiplicidad de seres vivos conocidos, se encuentra una unidad estructural a nivel molecular. Por esta razón una mejor comprensión del fenómeno vital debe darse en dicho nivel. En su organización molecular todos los seres vivos (conocidos) están constituidos por los mismos componentes fundamentales: proteínas y ácidos nucleicos, que, a su vez, se componen de solamente veinte aminoácidos y cinco nucleótidos, y todo ello basado en la química del carbono. Característico de todos los seres vivos es la propiedad de la transcripción de su código genético, que correlaciona cadenas de nucleótidos en ácidos nucleicos con cadenas de aminoácidos en proteínas. Esta transcripción se basa en un código genético esencialmente común que asocia un conjunto de tres nucleótidos (llamado codón) en un orden determinado, con uno, y sólo uno, de los veinte aminoácidos de las proteínas. De esta manera, se ha comparado un ácido nucleico (formado por un máximo de 64 codones) con una «palabra» formada por «letras» (los nucleótidos) y por «sílabas» (los codones), de manera que el ácido nucleico puede «traducirse» por la proteína cambiando cada uno de los codones por los aminoácidos que están asociados a él. Teniendo en cuenta esta unidad estructural, puede decirse que el «alfabeto» que constituye el código genético es universal, y vale tanto para una bacteria como para un elefante. Puesto que esta es la característica mejor conocida de los seres vivos, la noción del fenómeno vital debe probablemente entenderse a partir de este nivel, que, en la medida en que muestra unas características universales para todos los seres «vivos» terrestres, sugiere la existencia de un origen común de éstos, lo que nos remite, por una parte, a las teorías evolutivas y, por otra parte, al problema de la biogénesis.

La vida como concepto filosófico

Respecto al concepto de vida, la tradición filosófica lo ha afrontado desde dos grandes perspectivas distintas:

1) la primera, paralela al desarrollo de la biología, ha intentado establecer un criterio de demarcación entre lo vivo y lo inerte, y ha intentado definir el fenómeno vital.

2) la segunda, prescindiendo de lo específicamente biológico, ha conceptualizado la «vida» como la realidad radical desde la que debe partir la reflexión filosófica. Esta posición ha originado la llamada filosofía de la vida que se expone en un artículo aparte, ciñéndonos ahora a la primera de las perspectivas señaladas.

Aristóteles

En la historia del pensamiento, la noción de ser vivo plenamente diferenciado del resto de la naturaleza va apareciendo paulatinamente. De hecho, algunas concepciones presocráticas, como las de los milesios, por ejemplo, no establecían esta distinción de manera tajante, puesto que consideraban que toda la materia es viva (hilozoísmo). Tal distinción se producirá más bien a partir de Platón que, en el contexto de su concepción dualista, vino a identificar vida con alma. Por su parte, Aristóteles aunque rechazó esta identificación, consideraba al alma como el principio vital, de forma que desde la perspectiva de su hilemorfismo entendía la vida como fruto de la acción de un principio formal estructurador de la materia que ya posee la potencialidad de la vida. Concibió una jerarquía de almas o principios vitales: un alma vegetativa (vegetales), un alma sensitiva (animales) y un alma intelectiva (seres humanos), encargadas de las funciones de la nutrición, la reproducción, la sensibilidad, la memoria, la voluntad y le inteligencia. No obstante, consecuentemente con su concepción hilemórfica, declaraba que el alma no puede sobrevivir sin el cuerpo, razón por la que negaba la posibilidad de la inmortalidad individual (ver textos).

René Descartes

Esta concepción del fenómeno vital es la que predominó hasta la irrupción del mecanicismo cartesiano que, a partir de su diferenciación entre la sustancia pensante y la sustancia extensa, negó la existencia de alma en los animales, a los que consideraba como meras máquinas. El mecanicismo ya había sido sustentado por Hobbes, y el descubrimiento del mecanismo de la doble circulación de la sangre por parte de Harvey en 1628, lo vino a reforzar. Esta concepción del animal-máquina, concebido como un autómata, condujo a la radicalización del mecanicismo reduccionista, que tuvo sus máximos exponentes en los filósofos materialistas del siglo XVIII: La Mettrie, D'Holbach y Helvetius. Por su parte, Leibniz entendió el fenómeno vital a partir de su teoría de la armonía preestablecida, situándose al margen de la polémica que enfrentó a los mecanicistas con sus oponentes, los organicistas-vitalistas capitaneados por Blumenbach, y con los defensores del animismo, como Stahl. El mecanicismo adoptó distintas formas, una de ellas fue la del emergentismo de Malpighi, que consideraba todo cuerpo como una conjunción de máquinas diminutas interrelacionadas, y el cuerpo total resultante como un fenómeno emergente. Esta tesis se fue imponiendo a medida que fueron realizándose los primeros descubrimientos de biología celular. En este contexto, la filosofía del romanticismo tendió a adoptar posiciones organicistas, y la Naturphilosophie de autores como Schelling, por ejemplo, condenaban el reduccionismo mecanicista. La pugna entre mecanicismo (no necesariamente dualista, como el cartesiano, sino también plenamente materialista) y vitalismo marcó el desarrollo de la filosofía en el siglo XIX y comienzos del siglo XX. La tesis central de esta última corriente era la de defender que, aunque formalmente un organismo se pueda describir como un entramado de órganos o células con una determinada composición bioquímica, ello no explica todavía la diferencia entre lo vivo y lo inerte. Es decir, negaban el reduccionismo que explica el fenómeno vital a partir de las propiedades físico-químicas o bioquímicas de la misma materia, sustentaban que la vida sólo puede ser explicada a partir de algún principio vital (la entelequia de Driesch, o el élan vital de Bergson, por ejemplo) irreductible a la simple materia. Este último autor elaboró su pensamiento a partir de una reflexión sobre el fenómeno vital en el doble sentido que exponíamos al encabezar este apartado, ya que, a la vez, forma parte de los filósofos de la llamada corriente de la filosofía de la vida, junto con autores como Dilthey (ver texto ), Nietzsche, Troeltsch, Euken, u Ortega y Gasset y su raciovitalismo.


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